La designación del segundo hombre en la nomenclatura cubana, ha sido probablemente más comentada y discutida fuera de la Isla que en el interior de esta. En parte porque desde hacia meses los medios nacionales ya sugerían –con su constante alusión a este ingeniero de 52 años- que él podría convertirse en el sucesor de Raúl Castro. De manera que a pocos ha sorprendido que el otrora ministro de Educación Superior se haya convertido desde ayer domingo en el “delfín” del régimen cubano. El reloj biológico ha puesto en una encrucijada a los octogenarios que gobiernan la mayor de las Antillas: o heredan ahora, o pierden para siempre, parecen dictar las manecillas de la historia. Así que ha optado por una figura más joven para dejarla en la línea sucesoria. Han basado su elección en que confían en la fidelidad y manejabilidad de Díaz-Canel, atrapado entre el compromiso con sus superiores y la convicción de su escaso poder real.
La historia muestra que uno es el comportamiento de estos delfines mientras son observados por sus jefes y otro bien distinto cuando estos ya no están. Sólo entonces descubriremos quién es realmente el hombre que ayer pasó a ser el número dos de Cuba. No obstante, tengo la ilusión que no será en ese Consejo de Estado, ni en esa silla presidencial que se decidirá el destino de nuestro país. Tengo la ilusión de que la era de los monarcas de verdeolivo, sus herederos y su séquito está terminando.
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