Dos años después del accidente en la planta nuclear Daiichi los habitantes de Fukushima luchan por evitar el abandono de su región mientras conviven a diario con el temor a la radiación, un enemigo invisible que las autoridades creen ahora controlado.
Andrés Sánchez Braun/EFE
Además de las 1.817 vidas y 93.000 construcciones que el tsunami se llevó por delante en esta prefectura el 11 de marzo de 2011, la catástrofe en la central ha contribuido a que más de 24.800 personas se mudaran de los municipios cercanos a la planta, según datos del Gobierno nipón.
Estas comunidades tratan hoy de reavivar su economía y de atraer de nuevo a familias jóvenes para evitar desaparecer del mapa a medio plazo.
Shitsuko Ikeda, de 52 años, es consciente de que tal vez no vuelva a pisar nunca Okuma, pedanía a cuatro kilómetros de la planta donde nació y vivió hasta marzo de 2011, según cuenta a Efe.
Pero en vez de mudarse a otra zona de Japón, como han hecho conocidos suyos, esta exoficinista abrió el pasado diciembre un bar en Minamisoma, localidad de 46.000 habitantes cuya franja sur forma parte de la zona de acceso restringido constituida en un radio de 20 kilómetros en torno a la central.
En el ayuntamiento de Minamisoma, que ha reducido su población un 35 por ciento tras el tsunami, una pantalla muestra las 24 horas del día los niveles de radiación en diversos puntos del municipio.
Desde el accidente, los 61 medidores instalados han registrado entre 1,87 y 0,08 microsievert por hora de media, niveles por debajo de la exposición máxima recomendada por la Comisión Internacional de Protección Radiológica.
Por su parte, instituciones sanitarias y expertos no han apreciado efectos visibles en la salud de los residentes de Fukushima como resultado del accidente, aunque advierten de que se necesitarán años para conocer el verdadero impacto de la radiación, especialmente en la cadena alimentaria.
Aunque en principio solo aquellos que estaban cerca de la central cuando estalló la crisis encaran un mayor riesgo de desarrollar algunos tipos de cáncer, más de 234.000 habitantes de toda la prefectura de Fukushima se han sometido desde marzo de 2011 a análisis de exposición radiactiva.
“Todos dicen que parezco sano, pero la radiación es invisible y es algo que me preocupa”, explica un joven de 15 años que pide el anonimato tras ser examinado con un contador Geiger en el hospital de la Cruz Roja de la ciudad de Fukushima, capital de la prefectura situada a 60 kilómetros al noroeste de la planta.
A continuación, el joven guarda turno para introducirse en un medidor de cuerpo entero, aparato que detecta en apenas dos minutos la cantidad de cesio 134 y 137 absorbida por el organismo y que ya poseen una decena de hospitales en la región.
En Minamisoma, muchos evacuados tras el estallido de la crisis se han sometido con éxito a estos exámenes y han considerado seguro retornar a las zonas del pueblo en las que se levantó la orden de evacuación en 2012.
Sin embargo, unos 6.000 habitantes han decidido mudarse, especialmente aquellos con niños, mientras que parte de los 17.000 vecinos que aún permanecen en viviendas y refugios temporales no sabrán hasta al menos dentro de 5 años si podrán regresar algún día a sus viviendas.
Tanto a Ikeda como a los parroquianos de su taberna les parece que las mediciones de radiación por si solas no bastan, y que “hace falta crear puestos de trabajo y otros alicientes” para atraer gente.
“Tendremos que ofrecer subsidios a las familias que decidan venir”, explica el alcalde de Minamisoma, Katsunobu Sakurai, quien reconoce el estrés emocional que el accidente ha generado en muchos de sus habitantes.
Sakurai admite que solo un 2 % del pueblo se ha sometido a procesos de descontaminación, ya que queda por resolver dónde se almacenarán los residuos radiactivos.
Okada, distrito de Minamisoma golpeado por el tsunami y encuadrado en la demarcación restringida, es una de esas zonas donde todo queda por hacer.
Desde abril de 2012 pueden acceder a sus casas durante el día los vecinos de la franja oriental de esta desangelada comunidad donde la maleza invade los descampados y cientos de bicicletas que nadie ha tocado en dos años permanecen alineadas frente a la estación de tren.
Sin embargo, al caer el sol todos están obligados a abandonar esta zona, una barriada de futuro incierto, como tantas otras en la región, que cada noche queda sumida en la oscuridad total y en un silencio plomizo. EFE