Eran los primeros meses de 1998, cuando la deslumbrante Irene Sáez galopaba en las encuestas en Venezuela y los incautos se anotaban a ganador. Los desafueros de Rafael Caldera ya eran parte de una dramática historia: La herida mortal que le infligió a su partido, su famoso discurso del 4 de febrero de 1992 y el sobreseimiento al militar golpista que por una ironía de la vida lo sucedería en Miraflores.
Algunos con larga experiencia en las luchas de cada día seguían jugando juegos sin sentido. Se sentían listos para recoger jugosas cosechas de dividendos políticos. Con inocultable desespero, Copei se adelantó a poner la torta de su apoyo a la ambiciosa reina de belleza que carecía de preparación y sentido de los asuntos del Estado. Después de los tiempos de gloria con grandes dirigentes de talla continental, Acción Democrática había caído en las manos de un hombre que vivía como en la época rural y manejaba a las nuevas generaciones con un látigo.
Con esa lúgubre atmósfera en los partidos tradicionales, el MAS tampoco ofrecía nada bueno. Irene Sáez comenzó a desplomarse por su propio peso, Alfaro Ucero se apoderó de la candidatura presidencial de AD para nada, mientras el problema existencial del MAS se agudizaba. Hugo Chávez, acompañado por el olfato del sagaz Luis Miquilena, veía que los vientos cada vez soplaban con mayor intensidad en su favor y comenzó a ascender con rapidez.
Por sugerencia de Miguel Henrique Otero un día hablé por teléfono con Hugo Chávez, entonces deseoso de ser entrevistado por cualquier periodista. Me fijó una cita en un apartamento del edificio La Hydra, en la urbanización La Boyera, que utilizaba para ciertas reuniones con su grupo de estrategia. Cuando llegué, cerca de las once de la mañana, ya él estaba allí con Miquilena, Nedo Paniz, Jesús Urdaneta Hernández, Luis Acosta Chirinos, Pedro Carreño, y un hombre de apariencia humilde, ropas raídas y sonrisa de muchacho ingenuo, a quien yo nunca había visto y menos escuchado mencionar.
Chávez y yo nos sentamos en una mesa aparte, donde ocurrió aquella entrevista poco memorable que resumí en pocos párrafos. Solo lugares comunes y manifestaciones de resentimientos, nada más. Cuando nos despedíamos, el teniente coronel me suministró el número de un teléfono celular que atendía aquel desconocido de su plena confianza, que era utilizado para llevar y traer mensajes y para otras cosas. Su nombre era Nicolás Maduro.
Con el paso de los meses la fidelidad a toda prueba hizo que Maduro se convirtiera en diputado, miembro de la Asamblea Constituyente y presidente de la Asamblea Nacional, ministro de Relaciones Exteriores y vicepresidente de la República. En su etapa como constituyente y diputado, en algunas oportunidades me acerqué a él para explorar los secretos de su pensamiento político, su olfato en el diseño de estrategias y sus habilidades en la refriega política. Además de la sonrisa de ingenuo, poco salía a flote: Apenas evasivas, frases cortas e insubstanciales.
Mientras ejercía el pomposo cargo de canciller, alguien me dijo que Nicolás Maduro había mejorado, que ahora devoraba libros y era hombre de mundo, con roce de altura. Pero pronto descubrí que todo era falso: Ese cerebro sólo guardaba pajaritos y telaraña.