A Nicolás Maduro lo delatan los adjetivos.
Dispara seis por segundo. Como si fuera un nuevo rico, lleno de cadenas de oro, cada vez que tiene un micrófono delante, los derrocha sin ningún tino. En muy pocos días, Maduro se ha convertido en un exceso de adjetivos. Y eso lo hace lucir más nervioso, más inseguro. Cuando empieza, no sabe cómo terminar. Dice fascista, traidor, mezquino, golpista, asesino, farsante, mentiroso, terrorista, insensible, vago, imperialista, llorón… y los tres puntos suspensivos son un jadeo en el idioma. Llega al final de esa carrera con la lengua afuera y sin un solo argumento dentro de la boca. Y, después, todavía denuncia que lo están censurando.
Es obvio que el chavismo no sólo cambió de líder, sino también cambió de asesores. La bandada de pájaros que rodea ahora a Maduro no conoce bien el país. ¿A quién se le habrá ocurrido que, teniendo una sobreexposición mediática tan inmensa, el Gobierno debe presentarse como víctima de la censura? No tenían ni cinco días del llamado “gobierno de calle” y ya estaban quejándose, protestando porque los medios “invisibilizan” el gran esfuerzo oficial, los enorme logros del Ejecutivo. Tienen y controlan la mayoría de los medios. Imponen su publicidad varias veces al día. Encadenan comunicacionalmente al país cada vez que quieren. ¡Y enciman dicen que los están censurando! El Gobierno está cultivando una rara forma de quedar en ridículo sin la ayuda de nadie.
Basta pasearse por los medios oficiales para ver qué clase de periodismo desea el poder. El lunes pasado, por ejemplo, de las 24 páginas de Ciudad Caracas sólo en una se recogen algunos pequeños inconvenientes que presenta la realidad: poca agua en Maca y el regreso de vendedores ambulantes al centro de Caracas. Sólo eso. Y esas notas, además, están presentadas como “denuncias de la gente”, no como noticias, no como trabajos de investigación o reportajes del periódico. La oposición, por supuesto, sólo aparece cuando algún funcionario ventila una nueva acusación en su contra. Lo demás es el paraíso. Este país tan feliz que tenemos. Ese es el periodismo que parece exigir Ernesto Villegas. Publicidad plana, totalmente desproporcionada, donde el marketing publicitario pesa más que la realidad.
Ya lo sabemos: todo lo que se salga de esta versión maravillosa y grandilocuente es un sabotaje. Pero la falta de liderazgo ha producido un vacío que, inútilmente, el Gobierno trata de sortear a punto de vivir inventando un festival de sabotajes. De nuevo: intentan seguir el guión de Chávez y no les sale.
Desde la campaña electoral, las denuncias oficiales comenzaron a tener un cierto ritmo delirante. Maduro a veces parece un mago en un espectáculo fallido. Al escuchar las inquietas toses del público, se pone nervioso y sin ton ni son empieza a gastarse todos los trucos. En los diez días de campaña, le lanzó al país dos anuncios trepidantes, dos historias con mercenarios que llegaba furtivamente con oscuras intenciones: unos para matar a Capriles, otros para matarlo a él. Pero después no pasó nada. No detuvieron a nadie, no mostraron ni media foto. No dieron ni un nombre.
Los supuestos feroces asesinos se esfumaron dentro de nuestro mapa. Vinieron a hacer turismo de aventura y se largaron.
Fueron curiosamente “invisibilizados” por el mismo Gobierno. Ya nadie habló de ellos. Sólo nos quedamos con un gringo, al que parecen haber atajado en cualquier lugar y acusan de ser un feroz agente de la CIA. Y, de pasada, aprovecharon para detener a Antonio Rivero y convertirlo en el primer preso político de este gobierno.
Actúan como si vivieran ante una continua conspiración.
Los delatan los adjetivos pero también los delatan los golpes. Lo ocurrido en la Asamblea Nacional esta semana es sobre todo un striptease brutal del oficialismo. Quedaron desnudos. La violencia directa no permite mentiras. El Gobierno eligió el peor camino, el que también escogen los golpeadores, los que ejercen la violencia doméstica en contra de una mujer, y terminan queriendo culpabilizar a la propia víctima. Es un ridículo intento por maquillar su intolerancia y su agresividad. Un golpe es un golpe y no una metáfora.
No hay manera de disfrazar un puñetazo.
Iris Varela suele hablar como una de esas primas impertinentes, que suelta lo primero que se le viene a la cabeza y dice todo lo que toda la familia calla. “La oposición en el Parlamento se merecía sus coñazos”, afirmó durante la marcha del Primero de Mayo. Es una frase mucho más sincera y real que todas las maromas verbales que intentaron sus compañeros de partido. Decir que los diputados golpeados planearon lo ocurrido es una falta de respeto, otra forma de violencia en contra de todos los venezolanos.
El poder sigue sin querer leer los resultados del 14 de abril.
Por eso no entiende por qué los saboteadores se multiplican. Por eso no entiende que su conspiración permanente se llama Venezuela.