Un abrazo con sus compañeros y eleva los índices hacia el cielo, en recuerdo de su abuela Celia. Nada se ha repetido más esta temporada que el ritual de Leo Messi al celebrar un gol. De nuevo con unos registros imposibles para el resto, el delantero ha sido más clave que nunca para la conquista del último título de Liga del Barcelona.
Àlex Cubero/EFE
Es inútil buscar la palabra “imposible” en el vocabulario del argentino menos hablador del mundo. Tocado por el don de la facilidad, parecía inabordable que anotara nuevamente 50 goles, como hizo el curso anterior. Hoy, a falta de cuatro jornadas, suma 46.
El caviar como pan de cada día, la excelencia convertida en rutina en su dictadura silenciosa del gol. Uno tras otro, gota a gota hasta formar un tsunami imparable. Este curso ha conseguido marcar en diecinueve partidos consecutivos, un dato fundamental para comprender la conquista de su sexta Liga como azulgrana.
Por si fuera poco, se erigió en el primer jugador en anotar a todos los equipos del campeonato, una vuelta entera perforando redes. Ni siquiera el pianista salió con vida de esta película, porque la única banda sonora es la de ese ‘diez’ que juega de ‘falso nueve’ para anotar como el mejor ariete del planeta.
Ya no compite contra los hombres, ni siquiera contra la historia. Es Messi contra Messi. Contra él mismo, su estela, sus récords, sus genialidades o sus errores del día anterior. Como aquel niño que jugaba a gambetear su propia sombra en un potrero al sur de Rosario. Como aquella extrañeza que él mismo admite que sintió cuando manejó por primera vez a su alter ego virtual en una vídeoconsola.
Porque supera la ficción y hasta vulgariza a los mitos de su infancia. Hasta hace nada, lo inverosímil era que un joven brasileño llamado Ronaldo marcara 34 goles en toda una Liga. O los 38 de Telmo Zarra o Hugo Sánchez. O los 41 de Cristiano en 2011. Era el súmmum, el cenit. Hasta que llegó el tiempo del chico que no quería crecer.
Tampoco es necesario irse tan lejos en la memoria. Los 34 que suma el portugués del Real Madrid en la actual Liga, o los 27 del colombiano Radamel Falcao, hubieran sido antaño registros dignos del mejor Bota de Oro. Ahora, a su lado, incluso parecen poca cosa.
Más duele la comparación con sus escuderos. Los 10 goles de Cesc o los 9 de Villa quedan muy atrás en el horizonte. Hoy en día, Leo es timón, brújula, mástil, ancla y cañón de un Barça que, en los últimos años, no se entiende sin él. Su mínima ausencia se convierte en drama, con la eliminatoria ante el Bayern como claro ejemplo.
“¿Cómo no vamos a depender del mejor jugador del mundo? Me alegro depender de Messi. Ojalá lo tengamos muchos años más”, insiste habitualmente su técnico, Tito Vilanova, a propósito de la llamada ‘messidependencia’, bendita maldición y viceversa.
Este año se ha demostrado que, cuando Messi estornuda, su equipo entra en coma. Que incluso renqueante es capaz de remontar un partido. Que media le vale hora para marcharse con dos goles, un poste y un soberano cabreo por dejar escapar el ‘hat-trick’. Messi es pura hambre y, sin él, su equipo se muere de inanición.
Ha marcado casi la mitad de tantos del Barça en el campeonato (46 de 105), con una media de una diana cada sesenta minutos. Como un cuco letal que suena a cada hora, puntual a su cita con el gol, para tormento del sueño del inquilino de la caseta rival de turno.
Como grandes lunares de esta temporada quedarán su lesión en el bíceps femoral en el tramo final, algo que no sucedía desde 2008, o alguna que otra discusión sobre el césped con alguno de sus compañeros, especialmente David Villa, sin mayores consecuencias.
Esta Liga 2012-13 deja a un Messi con otro Balón de Oro en las vitrinas -y ya van cuatro- y cada vez más líder de su equipo sobre el césped. Ese faro que guía sobre el abismo oceánico y que, si se apaga, la costa se estremece en la oscuridad.
También un Messi más maduro, tras estrenar paternidad. Su hijo Thiago fue, precisamente, el único que hizo variar su celebración en algunos partidos. Para él o para Celia, pero siempre en el nombre del gol. EFE