La otra noche estaba viendo, en una cadena de televisión especializada en música clásica, a la Deutsche Kammerphilharmonie de Bremen interpretando la Sexta Sinfonía (la Pastoral) de Beethoven bajo la dirección de su titular, el estonio Paavo Järvi.
Caius Apicius/EFE
Magnífica orquesta, buena versión… Algo, sin embargo, no encajaba. Los profesores de la orquesta iban vestidos, como marca la tradición, de lo que los anglosajones llaman “white tie” y el resto de humanos, simplemente, frac. El público, elegante, sin ir de gala.
El director… bueno, el director lucía una especie de camisa-chaqueta negra sobre una camiseta no menos negra. Seré un clásico, pero me pareció absolutamente inadecuado. Para mí, el maestro faltó al respeto a los profesores. Habrá quien entienda que su atuendo era elegante: yo no lo veo así.
A mí, desde pequeño, se me inculcó la idea de que, cuando asistía a un concierto (palabra cuya aplicación a cualquier actuación musical pública ha devaluado por completo), debería vestir con corrección, ya que los músicos lo hacían por respeto al público, y éste debía corresponder. De modo que aún entiendo el concepto de “vestirse para la ópera”, como entiendo, por supuesto, el de “vestirse para cenar”.
Todavía quedan restaurantes que exigen a su clientela (a la masculina: respecto al vestuario femenino no osan hacer indicaciones) una corrección formal en el vestir. Normalmente, suele concretarse en el uso de corbata y en el de americana o saco. A mucha gente le parece elitista y mal: “A mí nadie tiene que decirme cómo tengo que vestirme”, dicen. Pues, si no sabe hacerlo, mejor que se lo digan.
Hablo, claro está, de restaurantes a los que suponemos, a su vez, elegantes. Donde el personal de sala viste todavía de etiqueta o, al menos, chaqueta y corbata. Es evidente que no voy a exigir a nadie que se arregle para ir a una barbacoa, ni siquiera para ir a uno de esos restaurantes tan en boga ahora en los que los camareros lucen camiseta y delantal negros. Ahí se va de cualquier forma… que no ofenda la vista (ni mucho menos el olfato) del resto de los comensales.
Hay restaurantes que tienen dispuestas varias corbatas, americanas, y hasta pantalones, para clientes despistados que no saben dónde van.
Un refrán español establece que “el hábito no hace al monje”. Cierto. Pero nos dice muchas cosas de él. Todavía hay quienes consideran que una función de ópera no es un evento cultural, sino un acto social. Es ambas cosas, y tiene unas reglas: el público hace mucho en cuanto a elevar o degradar el ambiente de cualquier acto.
Y, sinceramente, creo que salir a cenar a un buen restaurante es, también, un acto social: uno va a cenar, desde luego, pero también va a ver y a ser visto, de modo que el “envoltorio” es importante.
Los pantalones cortos, los bermudas, están bien para lo que están bien, y en esa categoría no figuran los restaurantes de lujo. Son lugares a los que debe irse bien vestido y, por supuestísimo, bien calzado, no en chanclas ni sandalias de peregrino. Tampoco queda bien ir en ropa de gimnasia. De verdad que un mucho de higiene y un poco de elegancia no perjudican a nadie.
Quien es capaz de ir a un restaurante en camiseta, pantalones cortos y calzado playero, o en chándal, se merece que le sirvan la comida y la bebida en platos y vasos de plástico, que los camareros le traten de tú y que la comida sea una bazofia. Y es que cuando no se sabe estar en un sitio, lo mejor, mientras se va aprendiendo, es no hacer acto de presencia. Pero me temo que uno de los signos de nuestra época es, por desgracia, la zafiedad generalizada. Una pena. EFE