La revolución devino en lo que es porque Chávez nunca se ocupó de que fuera algo distinto. Los autócratas suelen permitir que prospere la corrupción y la intriga a su alrededor, porque éstas son el cemento con el cual se construyen las lealtades más sólidas e inmorales. No sería extraño que Chávez acumulara cartapacios de pruebas contra sus colaboradores: alguien debió heredarlos, tal vez María Gabriela, o cualquier otro miembro de la familia, cuya protección dependerá de esos archivos puestos a buen resguardo, si acaso existieran… La devastación de los mecanismos de control del Estado no podía sino generar las condiciones para que “el proyecto” terminara siendo un intento fallido. En la búsqueda de la fidelidad absoluta se desintegraron las buenas intenciones que mucha gente le adjudicaba al comandante. La podredumbre es la consecuencia inevitable de aquello a lo que Chávez le asignó la principal importancia: la obediencia absoluta, de la que fue ejemplo Mario Silva, junto al propio Diosdado Cabello, aunque ambos la ejercieran según sus propios protocolos. El conductor de La Hojilla no lo entiende y se siente superior, pero es obvio que tanto él como el presidente de la AN son hijos de la misma sordidez. Ninguno es mejor que el otro, porque los dos son expresiones de la obscenidad y la degradación.
La corrupción y el latrocinio fueron los ejes capitales a partir de los cuales se conformó la nueva élite del poder: la nueva cúpula podrida, en cuyas manos la revolución dejó de ser un esperanzador proyecto de redención social.
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