Agarre su reloj y tome el tiempo. Son las 10 de la mañana y de pronto se corre la voz: al mercado Central Madeirense, de un pequeño centro comercial de la ciudad de Barquisimeto, llegó la harina para las arepas. Es cuestión de ver salir a un par de personas con los paquetes en las bolsas y es como si lo anunciaran por megáfono. Primero llegan unas cuantas, luego un río de gente. Son las 10 y 10 de la mañana; la fila dentro del mercado da dos vueltas y sale, publica El Tiempo de Colombia.
Édgar Chirema ya es un experto repartidor. Durante los últimos cuatro meses se ha agudizado la escasez de la harina y él es uno de los empleados que abren los bultos que contienen los paquetes. Sigue la orden de repartir cinco por persona; ni uno más.
Esta vez llegaron al mercado 300 bultos en un camión hace solo 20 minutos y ya él suda de tanto abrir, agacharse y entregar. Su rapidez mueve la fila y la gente no se desespera, como la semana pasada. Claro, aquella vez hicieron fila durante seis horas (llegaron 3.000 bultos en dos camiones, tras dos semanas de total escasez) bajo el sol, y se numeraron en los brazos para conservar sus puestos.
Todo bajo la mirada atenta de la Guardia Nacional, pendiente de que la venta se realizara en calma y custodiando la harina como si de oro se tratara. Y con razón.
En Venezuela, la arepa es una religión de la que todo venezolano es discípulo y pastor. Un tema de 24 horas, ilimitado en el tiempo –cuadra bien de desayuno, almuerzo, cena y es antojo indiscutible en las madrugadas después de una rumba– y en sus presentaciones, reflejo puro de la creatividad nacional, que hasta a la arepa sola, sin rellenos, la llaman ‘la viuda’.
Su labor es acompañar las sopas o los desayunos. Blanca, asada y con una leve corteza tostada, se la glorifica con mantequilla y algunos ya se dan por satisfechos. Pero cuando de plato principal se trata, los rellenos varían ad infinitum. Carne desmechada, pollo guisado, bistec o pescado; ensalada rusa, pulpo o huevos de codorniz con salsa rosada; atún a la vinagreta, pernil, chuleta, ‘asado negro’ y chicharrón. Los más osados hacen combinaciones estelares con nombres dignos de su propio menú: ‘la pelúa’ (carne desmechada con queso amarillo), ‘la catira’ (pollo desmenuzado con queso), la ‘sifrina’ (pernil rebanado con queso blanco o amarillo), ‘dominó’ (caraotas con queso blanco) o la ‘llanera’ (bistec de res con tomate, queso y aguacate).
Pero en la cúpula de la jerarquía de la masa se corona la ‘reina pepiada’, una arepa rellena con una mezcla de pollo desmechado y mayonesa con una o dos buenas rebanadas de aguacate.
La arepa en Venezuela es una necesidad nacional, una identidad, y cuando falta, los ánimos se caldean porque su ausencia es una afrenta directa a la mesa nacional. Así se esfuerza en explicar Francisco Riera, un taxista de 42 años: “Señora, la arepa es lo máximo, la arepa rima con todo”, dice contento porque logró comprar harina. “Tenía días comprando pancitos salados y qué va, esta noche me fajo con mis arepitas”, agrega.
Por eso, Juan Guerrero también hace paciente la fila. Es un vendedor de 37 años que trabaja cerca del mercado y corrió apenas supo. “Pedí permiso en el trabajo y me dieron un ratico”, comenta mirando el reloj; son las 10:35. “Cuando llega la harina, a todos nos dan un chance, porque saben que es fundamental. Yo soy de los que se comen dos o tres arepas al día y en mi casa, con mi mujer y mis dos hijos. Un paquete (de un kilo) nos dura dos días. Mi favorita es con mantequilla y queso”, afirma.
Más atrás se ríen Ana y Gloria, humildísimas señoras vestidas de gris y negro que se escaparon de un velorio cerca para comprar la harina. Tienen 64 y 57 años y hablan del difunto hasta que se percatan de la entrevista. “Uno lo que siente es decepción de hacer esta cola, ¿sabe? –dice Gloria–. Este es el alimento del pueblo y lo ponen a uno a correr para buscarlo; uno no sabe si es por política, porque no la hacen, pero lo que sí sé es que esto no se había visto nunca.” Un pequeño remolino de personas recuerdan que la escasez había sido esporádica, pero aguda y constante los últimos cinco meses.
En otro mercado, para evitar que la gente compre y vuelva a comprar, le ponen un sello húmedo en la mano que dice ‘entregado’. A través de programas de radio de emisoras populares y en Twitter se corre la voz.
Ivonne López es de las que llevan refuerzos al mercado. Esta vez solo pudo ir con una sobrina y comprará 10 paquetes. Usa seis diariamente porque vende arepas y empanadas que hace en su casa. La semana pasada esperó cinco horas y le tocó el número 758. Era eso o nada. “Nunca olvidaré esa marca en el brazo –dice–. Primera vez que hacemos semejante cosa. Antes me levantaba, hacía mis empanaditas y arepitas y luego me dedicaba a comprar los ingredientes y cocinar los rellenos. Ahora arranco volando a recorrer mercados con mis sobrinos y donde hay harina nos fajamos a hacer la fila. Cocino los rellenos en la noche.”
Son las 10:50 y quedan solo 10 bultos. Las caras de la gente que aún hace fila empiezan a desdibujarse; la decepción campea.
Ya se reunieron el presidente Nicolás Maduro y el presidente de Empresas Polar, Lorenzo Mendoza, productor de la famosa harina PAN (que marcó un hito, pues su fórmula precocida facilitó el proceso de preparación de las arepas hace más de 50 años), para tratar el asunto. El encuentro en nada calmó la molestia de la gente. “Que resuelvan sus problemas, porque con esto no se puede jugar”, afirma molesta Ana, la del velorio.
Empresas Polar produce el 48 por ciento de la harina precocida de maíz que se consume en el país y asegura que lo hace a máxima capacidad. El resto de la producción recae en distintas empresas, en su mayoría en manos del Estado, como es el caso de Demaseca, expropiada a finales de enero de este año y cuyos trabajadores aseguran que desde entonces opera entre el 20 y el 40 por ciento de su capacidad total.
El Estado es el gran distribuidor de las cosechas de maíz, que desde hace tiempo tampoco llegan puntuales a los empresarios y muchas veces muy por encima de su costo, regulado por el Gobierno a 2,2 bolívares el kilo (0,35 centavos de dólar), pero que en realidad se vende a 6 bolívares (0,95 dólares), confiesa un empresario bajo condición de anonimato. Estos, a su vez, deben vender la harina a precio regulado, aunque la ganancia sea mínima o inexistente, otra de las explicaciones de la merma de la producción.
Ya son las 11 de la mañana y el bullicio del mercado se esfuma tan pronto la harina ya fue repartida. Los que no alcanzaron a comprar emprenden el camino de regreso a sus casas o a otro mercado a ver si consiguen. Los mensajes de texto comienzan a fluir: “Comadre, no venga, en el Central ya se acabó”.
VALENTINA LARES MARTIZ
Enviada especial de EL TIEMPO