Aislada por el invisible manto de la radiación, la central nuclear de Fukushima esconde en su interior a miles de trabajadores que, resguardados en sus trajes protectores, luchan contra la crisis atómica en mitad de un paisaje apocalíptico.
Cada día cerca de 700 vehículos entran y salen de la planta, un búnker con normas muy restrictivas abierto de manera muy excepcional a los medios de comunicación para una visita en la que se prohíbe hablar con los empleados, realizar fotografías o vídeos no autorizados y entrar con móviles, entre otras directrices.
Dos años después del accidente nuclear causado por un tsunami, 3.500 trabajadores se enfrentan a diario al reto de desmantelar la central, una faraónica tarea que puede tardar más de 40 años.
Llegar hasta la central, corazón de la peor crisis nuclear tras la de Chernóbil en 1986, tampoco resulta sencillo.
A modo de frontera entre las zonas de exclusión y la maltrecha central, el viaje comienza en el J-Village, un enorme complejo de la federación japonesa de fútbol ubicado a 20 kilómetros de la planta y reconvertido en el cuartel general de la operadora Tokyo Electric Power (TEPCO).
Sobre los campos de césped artificial, los balones y porterías han dado paso a carpas para medir la radiación, contenedores reconvertidos en viviendas, montañas de bolsas de residuos meticulosamente organizados, y oficinas de campaña.
En la entrada principal del complejo deportivo, y a primera hora de la mañana, largas filas de trabajadores, vestidos con trajes protectores azules, aguardan su turno para montarse en los autobuses que les llevan hasta la planta.
Antes de la crisis atómica, cerca del 60 % de los trabajadores de TEPCO vivía en las pequeñas poblaciones alrededor de la planta, en las que se evacuaron cerca de 52.000 personas, tal y como desvela a Efe uno de los guías de la eléctrica.
Gran parte de ellos se encuentran ahora alejados de sus familias hacinados en pequeñas habitaciones de hotel a pocos pasos del complejo, en donde han proliferado alojamientos modernos y funcionales similares a barracones.
El camino de 20 kilómetros hacia la central, que se prolonga durante una hora, refleja el deterioro y abandono de las áreas evacuadas, detenidas en el tiempo tras el devastador terremoto y tsunami de 2011, y en las que la naturaleza crece salvaje en su intento por reclamar el terreno perdido.
En la localidad de Tomioka, a mitad del trayecto a la planta y donde el seísmo derrumbó casas y edificios, la Policía bloquea la carretera marcando el punto desde el que solo se permite el paso a los trabajadores de la central.
Una zona en la que el dosímetro marca 7 microsievert por hora (mSv/h), muy por encima de los cerca de 0,11 mSv/h del límite recomendado.
Una vez dentro de la planta de Fukushima Daiichi, se percibe el constante trajín de camiones, trabajadores y autobuses, y las medidas de seguridad se multiplican en proporción a la magnitud de la tragedia atómica.
El primer paso tras superar los controles de entrada es acceder al edificio principal, donde tras una lectura de radiación, los técnicos se ajustan un equipo de protección dotado de máscaras, guantes reforzados con esparadrapo, trajes aislantes, dosímetros y un chaleco con bolsas de hielo para combatir el calor.
El enorme complejo de la central se encuentra dividido en dos zonas, una dominada por tuberías, instalaciones temporales y los cerca de 1.000 tanques construidos para acumular el agua radiactiva, y la temida área en la que se ubican los dañados reactores, un espacio donde la radiación es letal y al que acceden solo unos pocos.
Las cuatro principales unidades, epicentro de la crisis nuclear, se encuentran justo frente al mar, separadas del área principal de la central por una pequeña colina, una valla de espino y un muro de piedras levantado tras la tragedia.
Ahí, el dosímetro se dispara hasta los 1.240 microsievert por hora, el calor empieza a acuciar y la sensación de asfixia es progresiva. Una ínfima aproximación al esfuerzo titánico diario de los trabajadores de la planta.
Frente a las unidades se agolpan coches, grúas destruidas y restos de edificios en ruinas tras el paso del devastador maremoto, mientras grupos de trabajadores velan armas ante posibles complicaciones, sabedores de que esta batalla aún no ha hecho nada más que empezar. EFE