Ni Maduro ni Calzadilla pueden despachar el asunto con el manoseado cuento de la desestabilización. Los universitarios encarnan hoy al venezolano de a pie: a ése cuyo salario no alcanza siquiera para adquirir los productos de la cesta básica, afectados por dos devaluaciones que nos colocaron en el camino hacia la hiperinflación. Habituado a ganar sus batallas en el terreno de las percepciones, y habiendo avanzado largos pasos en el objetivo de construirse una férrea hegemonía comunicacional, el gobierno no tiene en este momento los instrumentos para doblegar a las máximas casas de estudio: en Venezuela hay un amplísimo consenso en relación con los vergonzosos salarios que devengan sus profesores… ni hablar del resto del mundo universitario.
Ese acuerdo general en torno al problema universitario, dificulta la tarea de desacreditar el paro y las peticiones que éste envuelve: es obvio para todos que no se trata de un conflicto “mediático” y que, al contrario, es una acción justa, muchas veces postergada por las mismas razones por las que se han pospuesto tantas exigencias procedentes. En Venezuela ya nadie levanta la voz para reclamar derechos, porque -desde los tiempos de la mal llamada “guarimba”- la dinámica revolucionaria logró estigmatizar cualquier modalidad de protesta. El hecho de que un sector haya decidido dar un paso adelante y de que, en el trajín, consiguiera los respaldos que hoy posee la comunidad universitaria, no es un detalle inferior: tal vez estamos asistiendo a un punto de quiebre, al que arribamos montados sobre una crisis económica frente a la cual “la sucesión” parece paralizada, y por cuyos efectos pudiera romperse el silencio inerme de la sociedad venezolana. Las universidades están rescatando el derecho a levantar la voz y eso no es poca cosa.