Lapatilla
La política perdió toda nobleza, se quedó sin altura, sin ideas ni motivos. Santos no tiene a su alrededor una mesa de unidad, sino una turba pedigüeña de mendigos, esperando la prometida mermelada.
Alguien dijo que los pueblos felices no tenían Historia. Juan Manuel Santos tuvo esa oportunidad colosal para un hombre ecuánime y sensato: conseguir para Colombia cuatro años sin Historia, a cambio de una prosperidad sin igual. Nada más que eso fue lo que malbarató.
Colombia había conseguido afincar el valor fundante de la seguridad, que es como el cimiento de todas las virtudes y ventajas para una nación próspera. La culebra del terrorismo estaba viva, pero, como todas las de su especie perdida en la selva, apenas reptando sigilosa y escondida para salvarse de la extinción definitiva. ¿Quién iba a imaginar a los cincuentones y sexagenarios jefes de las Farc y del Eln, ayer ignorados y vencidos, con calidades de plenipotenciarios, sentando cátedra y disponiendo de nuestro presente y futuro? ¿Quién podía suponerlos dueños de las fronteras y de los medios de comunicación, afincados en sus armas renovadas, en sus riquezas malditas, discutiendo como próceres la calidad y contenido de nuestras instituciones?
El Presidente logró el antimilagro. Para forjar su propia imagen de redentor y pacificador, lo que hizo fue volver a la vida unas organizaciones destrozadas, despreciadas, caducas, para convertirlas en curiosos árbitros de nuestro destino.
Santos, que como ministro de Hacienda del 2002 entregó un país sufriendo la más horrible crisis económica, lo recibió ocho años después en una bienandanza casi inconcebible. Crecimiento del 5 por ciento anual, holgura fiscal, superávit de balanzas, industrialización admirable, construcción y obras públicas en auge, un millón de hectáreas nuevas incorporadas a la producción agrícola, un millón de barriles por día en petróleo, inversión disponible y creciente, en fin, un panorama casi increíble, de puro brillante y sólido.
Pero Santos no quería salir debiendo. Y dilapidó la herencia recibida diseñando un Estado megalómano, sin cabeza ni músculo, pura grasa, impedimenta plena. Y se dedicó a repartir mermelada en lugar de sembrar desarrollo. Y a gastar en demagogia sin enfrentar los problemas del crecimiento.
La economía es una piragua con maderamen que cruje. Cuesta conseguir recursos de crédito; la revaluación no se corrigió y está matando la industria y sofocó el campo; las obras no despegaron, como lo notan hasta los redactores de The Economist; las regiones se empobrecieron; las fuentes de la inversión se secaron; el PIB crece a un más que mediocre tres por ciento. En su conjunto, el antimilagro económico.
Uribe dejó un sistema de salud y un sistema educativo con coberturas plenas. La pobreza había caído del 54 al 37 por ciento. Colombia avanzaba en la solución del problema de vivienda. La niñez tenía guardián. La tecnología llegaba a todos los lugares, para incorporarlos a la modernidad.
No se ha construido ni reformado un solo hospital. El doctor Santos creyó que con escándalos curaba a la gente sus males, que con anuncios nacían universidades, que con promesas se multiplicaban las cárceles, con reformas baratas se conseguía justicia y con regalitos se solucionaba la ardua cuestión de la vivienda. Y no tenemos salud, ni educación, ni justicia, ni techo para los pobres, ni esperanza para la clase media. Así se ha roto el tercero de los huevitos, el de la inclusión social.
La política perdió toda nobleza, se quedó sin altura, sin ideas ni motivos. Santos no tiene a su alrededor una mesa de unidad, sino una turba pedigüeña de mendigos, esperando la prometida mermelada. Mala noticia para todos: los huevitos rotos ya no permiten que corran los ambicionados raudales de gajes y prebendas. Y no hay nadie menos leal que un pordiosero desairado