Pues bien: en las primarias del domingo, anticipo de las legislativas que renovarán la mitad de Diputados y un tercio del Senado en octubre, el kirchnerismo ha obtenido 26 por ciento de los votos. La oposición vapuleó al oficialismo con tres cuartas partes del votos, repartidos entre los peronismos disidentes, el radicalismo tradicional aliado al socialismo, el PRO del jefe del gobierno de la capital y la coalición de izquierda vinculada a la incombustible Elisa Carrió.
Los cinco principales distritos electorales (la provincia de Buenos Aires, la capital, Córdoba, Santa fe y Mendoza) concentran el 70 por ciento del voto. En todos ellos los candidatos de la Presidenta fueron derrotados con porcentajes que van de la incomodidad carraspeante a la humillación sonrojante. Cristina perdió en su provincia de Santa Cruz; también en otras como Neuquén, reserva de hidrocarburos y epicentro del choque entre su gobierno y Repsol, y del contrato sustitutorio y opaco con Chevron. Si extrapolamos estas cifras a la elección de octubre, el oficialismo quedaría a más de diez senadores de los necesarios para cambiar la Constitución y perpetuarse en el poder.
No hace falta gran cacumen para entender lo que sucede: los argentinos están hartos del gobierno. De su estilo de matón de barrio, de su déficit ético, de su ímpetu avasallador de instituciones, de su populismo artificioso y, ahora, insolvente. Lo que Néstor había montado -ciertas alianzas con sindicatos, medios de comunicación y empresarios-, Cristina lo ha desmontado, acaracolándose bajo una caparazón de sicofantes sin vocación ni capacidad para ayudarla a preservar ese 54 por ciento de los votos con que renovó, en un enlutado 2011, el mandato presidencial.
Lo que sucederá ahora es previsible: rugirán como leones los gatitos, o sea los gobernadores, que ronroneaban dócilmente en el regazo de la Presidenta hasta hace poco; aumentará la insolencia de esos jueces que en los últimos tiempos habían frenado en parte la apisonadora kirchnerista; relumbrarán, en este crepúsculo del régimen, los cuchillos afilados del peronismo, que lo aguanta todo (crímenes, golpes, robos, bandazos ideológicos) menos una derrota.
Entonces, ¿quién? ¿Quién sucederá a Cristina en 2015? Y aquí es donde la derrotada, de momento, sonríe su consuelo. El consuelo que le permitió, la noche del domingo, decir: sigo siendo la primera fuerza. En efecto, lo es. Las tres cuartas partes del país que votaron contra ella tienen una representación grotescamente fragmentada: los siete enanitos de Blanca Nieves. La atención política del país es centrípeta en su oposición al gobierno, centrífuga en su búsqueda de alternativas.
Dos constantes se han dado en la década del kirchnerismo: la desunión opositora y la arena movediza que se tragó todos los liderazgos alternativos. El peronista disidente Sergio Massa, joven intendente de Tigre (provincia de Buenos Aires), es la nueva vedette, como lo fue, hace cuatro años, Francisco de Narváez tras derrotar al ex Presidente Néstor Kirchner, entonces candidato a diputado por la provincia bonaerense. Fue liberal en los 90, kirchnerista en la década del 2000 y hoy….”presidenciable”.
Pero ese club tiene una membresía abultada, que incluye a otros disidentes, a radicales, al líder del PRO, a socialistas y “progresistas”. Nada indica que exista la intención de hacer que esa masa informe se vuelva un cuerpo organizado y nítido, capaz de algo más importante que derrotar al oficialismo en 2015: gobernar la Argentina. El kirchnerismo la desgobernó porque, a medida que concentró poder, desconcentró la capacidad de desarrollo en todos los ámbitos: político, moral, económico. Revertir eso requerirá un liderazgo representativo, una base ancha, un programa claramente mandatado. De lo contrario, la protoplasmática oposición que ahora derrotó a Cristina se derrotará también a sí misma.