La energía no es fuerza bruta; es pensamiento convertido en fuerza inteligente.
—José Ingenieros, El hombre mediocre
En su caso, una inagotable energía parecía acompañar cada cambio social, y durante los primeros años de la revolución cubana el apoyo mayoritario jamás le faltó. Al nacionalizar industrias, al expropiar inmuebles y negocios con absoluto desenfreno, parecía que el pueblo mismo era quien tomaba posesión de los bienes con los que gente inescrupulosa había estado lucrando, de manera egoísta, hasta ese mismo instante. No fueron pocos los que entregaron voluntariamente sus propiedades, convencidos de que hacían lo correcto y de que no había manera mejor de integrarse al nuevo proceso revolucionario.
Las condiciones históricas del año 59 en Cuba, la coincidencia de factores internos y externos hasta ahora irrepetibles, han mantenido a la epopeya cubana en una vitrina cerrada. Es posible verla y admirarla, pero no llevársela a casa. La revolución sandinista de 1979 parecía colmar las expectativas —luego de la decepción del Che Guevara y su desquiciada escuela internacional de guerrillas en Bolivia—, no obstante acabó disolviéndose en la más convencional de las democracias representativas, y aunque la llegada al poder de Hugo Chávez en Venezuela prometía la redención social a las nuevas masas bolcheviques de América Latina, nunca sobrepasó el nivel de radicalidad de Fidel Castro en aquellos enajenantes años en los que se eliminó a rajatabla la propiedad privada en Cuba, y todos los medios de comunicación pasaron a manos del nuevo régimen.
Nicolás Maduro, desligándose de las estrategias menos incendiarias de su predecesor, de su padre político, ha optado por ir a beber directamente de la fuente, de la experiencia de su abuelo espiritual, el comandante Fidel Castro. Muy por el contrario de lo que casi todo el mundo afirma, Nicolás Maduro no está imitando a Hugo Chávez ni quiere ser Hugo Chávez. Nicolás Maduro quiere ser Fidel Castro.
La doctrina
Ni siquiera Raúl Castro ha querido ser como su hermano Fidel. Pero el conductor del metro de Caracas que consiguió su formación política en Cuba durante la segunda mitad de los ochenta tuvo su propia revelación al respecto. Su modelo a imitar, una vez muerto el comandante presidente y tras haber recibido el toque mágico de éste para ser elegido mandatario por sus heredados seguidores, no era el de su fallecido mentor, sino el del comandante en jefe cubano, su primer ídolo pues Hugo Chávez no había aparecido en el espectro político venezolano.
Maduro se entrenó, pues, en un marco de fantasías económicas y culto a la personalidad que se entroncaba, si no de manera religiosa al menos sí estableciendo patrones místicos de sucesión espiritual —como la supuesta iluminación martiana de Fidel Castro en el cuartel Moncada— con la augusta personalidad del caudillo actual.
Su formación comunista, de corte estalinista, ya era un hecho consumado para la fecha en que Chávez dio su primer golpe de Estado y sufrió prisión. Maduro carecía de la instrucción profesional de Fidel Castro tanto como del poder de convocatoria que sí tenía Hugo Chávez. Siendo un líder sindical que apenas terminó la secundaria, su único soporte ideológico fue la doctrina inoculada en vena cuando el bloque socialista europeo daba sus estertores finales, pero en una Cuba en la que aún nadie se esperaba la caída del muro de Berlín o la desaparición de la Unión Soviética, es decir, el caldo de cultivo perfecto para la oligofrenia sociopolítica.
Maduro se entrenó, pues, en un marco de fantasías económicas y culto a la personalidad que se entroncaba, si no de manera religiosa al menos sí estableciendo patrones místicos de sucesión espiritual —como la supuesta iluminación martiana de Fidel Castro en el cuartel Moncada— con la augusta personalidad del caudillo actual. Esta particular línea de sucesión moral que Fidel Castro le endilgaba al venerado cadáver de José Martí tal y como Chávez se colgaba de la memoria bolivariana, en el caso de Maduro, al tener un currículum tan pobre que no le alcanzaba para adjudicarse un prócer centenario, así que hubo de conformarse con el alma recién desprendida de Hugo Chávez. La ecuación Bolívar-Maduro no le podía funcionar bien, así que la ha usado bastante poco. Su referente romántico es Hugo Chávez, aunque —como en el caso de Fidel respecto de Martí, y Chávez respecto de Bolívar— esta relación se limite a la veneración y el legado espiritual. En la práctica, su errática estrategia política hace rato se deslindó de su maestro y retomó la furia radicalista del comandante en jefe Fidel Castro en sus primeros, épicos, años de mandato.
La hora de radicalizar
Nicolás Maduro
Fidel Castro aprovechó el ataque aéreo a la base de Marianao —previo a la invasión de Playa Girón— para decretar el caracter socialista de la revolución cubana y acelerar sus estrategias de alianza con la Unión Soviética. Al recibir el enardecido apoyo del pueblo concentrado en la esquina de 23 y 12 obtuvo su ansiada luz verde para completar el despojo de cuanta propiedad privada o extranjera quedaba en territorio nacional. La época de dogma marxista permitió ir más allá en aquel mismo año de 1961. Los curas españoles eran conminados a irse o a quedarse cortando caña con coros populares así de pegajosos: “¡Fidel, Fidel, que los curas corten caña/ y si no quieren cortarla/ que se vayan para España!”… Casi una década duró este proceso de radicalización en el que los dueños de negocios y empresas de todo tipo fueron perdiendo el fruto de su trabajo.
Hugo Chávez, aun admirando al comandante en jefe y asumiéndolo como su máxima inspiración, llevó la radicalización sólo a niveles aconsejables, y, fuera de las expropiaciones más conocidas, nunca se atrevió a enfrentar frontalmente al empresariado nacional. Luego de una década en el poder, en diciembre de 2010, todavía aclaraba que, según sus propias palabras en una apartición televisiva, “la exigencia de radicalizar su proyecto político hacia el socialismo del siglo XXI no implicaba un izquierdismo trasnochado fundado en el extremismo”.
Pero Nicolás Maduro utiliza a Hugo Chávez solamente como material místico, y aunque, según recientes estadísticas, suele mencionarlo unas doscientas veces al día, su devoción se circunscribe a una manipulación melodramática del imaginario popular. Desde el pajarito parlante hasta el decreto del “Día de la lealtad y el amor a Chávez”, esa fidelidad se sostiene más en la necesidad de rellenar sus grandes carencias con legitimidad ajena que con la debida continuidad de un proceso político.
Para la satisfacción de sus alucinaciones está el modelo fidelista, el verdadero patrón de verticalidad antiburguesa más allá del feroz antimperialismo que tampoco faltó en Hugo Chávez. El odio de clase nunca sacó de sus cabales al ya megalómano comandante presidente, como jamás se saboteó más de lo debido el comercio de petróleo con Estados Unidos, un cliente que aún hoy sigue siendo imprescindible para PDVSA, con 900 mil barriles diarios de petróleo que, en la práctica, son los únicos que Venezuela cobra al contado y a precio de mercado.
No obstante a ello, y teniendo como antecedente las recientes tensiones con el consulado estadounidense y la expulsión por presunto espionaje de dos diplomáticos de ese país, una decisión carente de fundamento real, mera cortina de humo como tapadera a la galopante inflación, no es de desdeñar una eventual ruptura total de relaciones entre Venezuela y Estados Unidos. El modelo castrista que sigue Maduro es consecuente con ello, sin importar las duras implicaciones económicas que tendría para una economía venezolana ya de por sí en caída libre. Para el castrismo la heroica inmolación vale siempre más que ceder un ápice en los preceptos ideológicos.
En días recientes ha continuado incrementándose el flujo de radicalización, con aires de cambio social, y con el mismo comportamiento irresponsable que habría llevado a Cuba a la autodestrucción en los sesenta de no haber aparecido la Unión Soviética. Nicolás Maduro se ha desbocado en una carrera sin futuro. Apresar a los dueños de supermercados, regular los precios de ventas privadas para complacer a una masa empobrecida —esperanzado en la diseminación de una imagen de Robin Hood moderno que quita a los ricos para darle a los pobres— y generando saqueo e histeria colectiva, va más allá de una simple estrategia para opacar una marcha autoconvocada o para ganar adeptos en las elecciones municipales del 8D. Maduro está revelando su carácter fidelista, su fiebre antiburguesa y su —valga la redundancia— profunda inmadurez política.
Pero Nicolás Maduro utiliza a Hugo Chávez solamente como material místico, y aunque, según recientes estadísticas, suele mencionarlo unas doscientas veces al día, su devoción se circunscribe a una manipulación melodramática del imaginario popular.
Fidel Castro tampoco fue jamás un buen economista, ni siquiera uno malo, pero al menos en sus años de esplendor siempre contó con un carisma arrollador, un discurso hipnótico y, por sobre todas las cosas, la suerte casi providencial de conseguir patrocinadores fieles y consentidores. Nicolás Maduro no tiene a nadie que venga a sacarle las castañas del fuego. Fidel Castro siempre manejó los pretextos, al principio de manera magistral, luego cayendo en los mismos lugares comunes, para culpar a otros, al “bloqueo imperialista” o a los huracanes, de sus gigantescas metidas de pata, pero consciente de que al final siempre aparecería quien le regalase petróleo y le facilitaría créditos que nunca iba a pagar. Maduro usa la misma estrategia fidelista, culpa a la “burguesía parasitaria” y a los “acaparadores” por una inflación y un desabastecimiento que sólo son producto de su pésima gestión, pero nadie vendrá en su ayuda cuando todo se venga abajo y ya muy pocos crean sus embustes.
Fidel Castro usaba eufemismos para maquillar la realidad, y llamaba “periodo especial” a la recesión o “bloqueo” al embargo económico, y esa misma pasión tremendista lo llevaba a elaborar conceptos como “la guerra de todo el pueblo”, “la batalla de ideas” o más recientemente “la guerra cibernética”, donde los referentes se amoldan al necesario victimismo. Nicolás Maduro ha decidido copiar ese estilo y acuñar rótulos como “la guerra económica”, y del mismo modo en que Castro siempre desacreditó a sus opositores llamándolos “mercenarios del imperio” Maduro humilla a los suyos catalogándolos como “la derecha fascista”. Los cánticos maduristas ya hasta se parecen demasiado a aquellos de la radicalización antirreligiosa o exaltaciones análogas como “¡Fidel, aprieta, que a Cuba se respeta!”, y en meses pasados, durante las campañas electorales, entonaban “¡Capriles, fascista, respeta a los chavistas!” Ni siquiera repara en que sus discursos, igualmente abundantes en pleonasmos y consignas vacías, no cuentan con la retórica y el dominio gramatical del joven Fidel Castro, así que su penosa caricatura del caudillo de Birán ha ido enriqueciéndose con cada uno de sus antológicos disparates.
Aunque el ya retirado dictador cubano pasó casi medio siglo en el puesto de presidente sin más ratificación que la de su propia voluntad, al menos en un principio llegó al poder por consenso popular. Nicolás Maduro nunca fue ni medianamente presidenciable, su candidatura resultó una broma macabra que sólo funcionó por haber sido seleccionado a dedo por su antecesor. No obstante persiste en clonar al castrismo y convertir a Venezuela en una sucursal del Partido Comunista de Cuba y según el librito de sus clases ochenteras en La Habana. Persiste en radicalizar su versión de socialismo y arrasar con las relaciones de producción capitalista tal y como su ídolo hizo en la Cuba de los sesenta.
Su mediocridad latente le impide notar que ya no son los años sesenta, que si bien el tiempo le alcanzó para acaparar y filtrar la información en la televisión, algo que le funcionó muy bien a Fidel Castro en su momento, ya no es suficiente en el siglo XXI, donde internet y las redes sociales —un recurso de expresión libre que el castrismo cortó de cuajo desde el principio y nunca permitió su desarrollo— desempeñan un papel fundamental en la convocación social y el equilibrio informativo.
Su destino parece haber quedado sellado. Tendrá que conformarse con ser una copia mediocre de Fidel Castro. De hombres como él escribió José Ingenieros en su famoso libro: “El hombre inferior es un animal bellaco. Su ineptitud para la imitación le impide adaptarse al medio social en que vive; su personalidad no se desarrolla hasta el nivel corriente, viviendo por debajo de la moral o de la cultura dominante, y en muchos casos fuera de la legalidad”.
Así de sencillo.
Publicado originalmente en Revista Replicante