Gracias a la colaboración del PAN, la oposición de centro derecha, y al retiro del PRD, la oposición de izquierda, del “Pacto por México” que agrupaba a las principales fuerzas del país, las cosas han salido mejor de lo que prometían. El cambio constitucional abre las puertas a una participación bastante mayor del capital privado de la que contemplaba la propuesta original de Peña Nieto. Si el PAN no hubiese condicionado su respaldo a una ampliación de lo que se permitirá a la empresa privada y el PRD no se hubiera ausentado de la mesa, lo más probable es que habría sucedido lo mismo que ocurrió con la reforma tributaria: Peña Nieto habría tenido que hacer tantas concesiones al populismo del PRD que el propósito de la reforma se hubiera diluido en el consenso político.
No sabemos aun los detalles porque, de acuerdo con el complejo proceso legislativo, ellos quedan supeditados a una legislación adicional de menor jerarquía que se aprobará el año que viene, pero los principios que se han aprobado implican que las empresas privadas podrán participar en la producción o en las utilidades, según cada caso. El Estado seguirá siendo el dueño del subsuelo y las empresas privadas estarán obligadas a asociarse a él de una u otra forma, en la medida en que tendrá que compartir la producción o la renta, pero no es realista, en el México de hoy, pedir más por ahora.
Sería un error ver este acontecimiento sólo a través del cristal de la economía política. Es algo más: un salto cultural. Así como la nacionalización del petróleo a manos de Lázaro Cárdenas en 1938 representó el inicio de una era latinoamericana, la del nacionalismo de los recursos, este cambio tiene también una cierta épica, pero de signo contrario. Por paradójico que suene, esta globalización de sus recursos permitirá a México cumplir el objetivo “nacionalista” de un modo que ahora resulta imposible. Gracias al desastre del petróleo estatizado -es decir a Pemex-, la producción petrolera ha caído de 3,4 millones de barriles diarios a 2,5 millones en una década; el yacimiento fabuloso del Complejo Cantarell que tantas esperanzas despertó en su día ha visto descender su producción un 75% en el mismo lapso.
Peña Nieto lleva un año haciendo las reformas que ofreció, al menos parcialmente, en varios campos: telecomunicaciones, educación, energía eléctrica, impuestos y, ahora, petróleo y gas. Algunas, como la tributaria, son muy malas; otras, como la educativa, van en la buena dirección aunque son tímidas, y las hay, como la que comento en esta columna, bastante mejores. Pero el conjunto nos habla de un dinamismo que se echaba en falta en una América Latina, donde nos habíamos olvidado de hacer reformas (salvo las de sentido populista) y habíamos preferido contentarnos con gestionar el “boom” de los commodities.
Qué bueno que así sea. Estábamos necesitando algo de espíritu y de imaginación reformista, especialmente ahora que empiezan a sonar las 12 campanadas y la Cenicienta de nuestra prosperidad amenaza con volver a la realidad del crecimiento mediocre.