Este dato es importante a la hora de pensar los desafíos de la región en el año que recién comienza y hacia el futuro. La propensión a implementar políticas pro-cíclicas significa que la economía crece rápidamente cuando los precios internacionales son favorables, pero a menudo colapsa dramáticamente cuando esos precios cambian. Ya sea por shocks positivos en los sectores energético, minero y agrícola, o bien por tasas de interés internacionales que incentivan el endeudamiento externo, se reproducen así los conocidos síntomas de la “enfermedad holandesa”. La rasgos estilizados de esta experiencia son una expansión económica ocasionada por el creciente ingreso de divisas externas, pero la apreciación del tipo de cambio real afecta paulatinamente la competitividad del sector industrial e induce el desplazamiento de la inversión hacia recursos naturales o intermediación financiera. En este contexto, la renta exportadora y el endeudamiento comienzan a ser usados para financiar las importaciones. Típicamente, ello invita políticas fiscales inconsistentes en el mediano plazo, sumando otro desequilibrio: de presupuesto.
La sustentabilidad de esta estrategia se torna así problemática, desacelerando el crecimiento de la economía. Si el déficit fiscal se financia con emisión, ello tendrá consecuencias inflacionarias, lo cual pondrá presión en el tipo de cambio, siendo que los actores buscan proteger el valor real de sus ingresos. Anticipándose a una mayor inflación y una posible corrida monetaria, el gobierno evita devaluar por medio de dos mecanismos, contradictorios entre sí: intervenir para mantener la paridad, perdiendo reservas, o imponer controles en el mercado de divisas y en las importaciones, generando insatisfacción social y desabastecimiento. La incertidumbre generalizada puede producir una devaluación aún más pronunciada y su concomitante fuga de capitales. La historia económica de la región continua siendo una historia de divisas: demasiadas cuando no hacen falta, y muy pocas cuando más se necesitan.
La desaceleración de la demanda y los precios de las exportaciones desde 2011, y sus efectos macroeconómicos—déficit fiscal, inflación y presión sobre el tipo de cambio—sugiere que algunos países ya están en el cambio de ciclo, a la puerta de la crisis. Más allá de los casos particulares, esto ilustra que persiste en América Latina la incapacidad de diseñar e implementar políticas contra-cíclicas, es decir, estrategias de ahorro fiscal destinadas a moderar los efectos de la inestabilidad de precios internacionales. Algo tan básico y antiguo como el mundo, alcanzaría con la metáfora bíblica para entenderlo: siete años de vacas gordas son seguidas por siete años de vacas flacas. El gran reto para la región es dilucidar el porqué de esta incapacidad y corregirla.
Una buena parte de la explicación pasa por la interacción entre la economía y la política bajo estos ciclos, los cuales por sí mismos exacerban el corto plazo. Este escenario es conducente a sistemas de dominación neo-patrimonialistas, donde diferentes facciones se disputan el control de las rentas en divisa extranjera, básicamente para distribuir los beneficios entre clientes políticos. Un corolario de ello es un aparato estatal de tenue densidad institucional, propicio para que un jefe del ejecutivo con autoridad discrecional sobre la política económica aproveche la fase positiva del ciclo, eludiendo los controles de las otras ramas del estado y concentrando poder en sus manos. Esto conforma con lo que varios especialistas han llamado un régimen “híper-presidencialista”. El problema es que cuando el ciclo cambia, y el crecimiento se convierte en recesión, la propia naturaleza cortoplacista de la estrategia pro-cíclica en combinación con una baja densidad estatal transforman las dificultades económicas en crisis políticas.
No es casual que estos ciclos de auge y caída se reproduzcan con mayor virulencia en sistemas con partidos políticos débiles, fragmentados o en crisis. Aquí entra la democracia en esta historia. Un sistema de partidos vigoroso otorga precisamente la densidad estatal que favorece la creación de mecanismos e instituciones contra-cíclicas, donde se crece menos durante la fase positiva, precisamente para suavizar el efecto de la caída ante un cambio de los precios internacionales. Un sistema donde los horizontes temporales se alargan—por la propia dinámica de negociación entre partidos—y gobernar deja de ser el mero reflejo los ciclos económicos—con poder ilimitado durante las vacas gordas y con disolución de autoridad durante las vacas flacas.
Los economistas siempre hablan de Noruega en estas discusiones. Un país en el que dos tercios de sus exportaciones están basadas en petróleo y sus derivados, una economía estructuralmente vulnerable a la enfermedad holandesa, pero que ha sido capaz de eludir el “boom and bust,” implementando políticas contra-cíclicas por medio del ahorro fiscal y acumulando esos ahorros en el sistema de seguridad social. Es decir, una economía capaz de crear instituciones que, por definición, alargan el horizonte temporal. Noruega debería ser un espejo para América Latina, agregan.
Tienen mucha razón y, de hecho, algunos países de la región han incorporado esas lecciones. Pero los politólogos, sin embargo, siempre les recordamos que el secreto tal vez resida en la secuencia histórica. No en vano, Noruega descubrió la democracia casi un siglo antes de descubrir petróleo.
Hector E. Schamis es profesor en Georgetown University, Washington DC.
Twitter: @hectorschami
Publicado en el diario El País (España)