Conocí a Leopoldo López hace unos siete años gracias a la amistad de su madre con Beatriz Rangel, mi querida amiga venezolana. Desde entonces, me he reunido con el hoy encarcelado líder opositor de Venezuela en Caracas, en México y en Nueva York. Conversamos sobre muchos temas, incluyendo sus recursos ante la Comisión y la Corte Interamericanas de Derechos Humanos, pero sobre todo de la tragedia que agobia a su país desde la radicalización del chavismo a partir de 2004. Siempre pensé que la vida le auguraba un gran futuro político, pero no imaginé que ese brillante futuro llegaría tan pronto, ni que pasaría por un tiempo indefinido de cárcel -espero que muy breve-, donde se crean los héroes, como bien lo sabría Hugo Chávez, quien se transformó en una figura mítica y tragicómica gracias a su estancia en la cárcel en los años noventa.
López y su hoy en día correligionaria, María Corina Machado, han tenido razón, pienso, en su cada vez más público desacuerdo con el dos veces candidato a la Presidencia de Venezuela, Henrique Capriles. Como recordarán los lectores, Capriles casi derrota al actual Presidente, el insólito Nicolás Maduro, en una elección celebrada sin observadores internacionales, y donde el candidato oficial salía en televisión cuando quería, mientras que la oposición tenía los minutos contados. Capriles denunció el fraude el mismo día de los comicios con vigor y valentía, pero cuando poco después estimó, quizás acertadamente, que una multitudinaria manifestación de protesta convocada por la oposición podía desembocar en violencia o -peor aún- en una hecatombe, la canceló. Hasta hace unos días, el frente antichavista no volvió a levantar el vuelo.
López y Machado, cada quien a su manera, consideraron que, a pesar del innegable peligro de centrar la lucha en la calle, desistir de hacerlo equivalía a perpetuar al régimen chavista ahora reencarnado en la desconcertante figura de Maduro. Muchos pensamos lo mismo, desde la tranquilidad de nuestras terrazas y cafés de Polanco, Miami y Nueva York; Leopoldo, con un valor envidiable, asumió las consecuencias personales de su radicalismo. La realidad económica, social, criminal y juvenil de Venezuela se encargó de zanjar el debate entre las dos visiones. Al precipitarse una debacle financiera -con un tipo de cambio oficial ocho veces menor que el mercado negro- de abastecimiento -donde falta todo-, inflacionaria -la más alta de América Latina y una de las peores del mundo- y delincuencial -Caracas es una de las ciudades más violentas del mundo-, que afecta a toda la sociedad, la calle se volvió el epicentro de la confrontación. Y Maduro, seguramente aconsejado por el procónsul cubano, Ramiro Valdés, el legendario Fouché tropical cuya cercanía con los Castro se remonta a Tuxpan y el Granma, decidió que su única salida consistía en reprimir, recurriendo para ello a la bien conocida -en México, por lo menos- táctica de los “halcones” (de 1971, no de los narcos): policías y militares disfrazados de civiles que disparan contra la multitud. Eso sucedió en Caracas y otras ciudades antes de la detención de López y, como van las cosas, seguirá ocurriendo.
La izquierda mexicana y la comunidad latinoamericana comparten un mismo vicio: la simpatía por el chavismo y por el anacrónico principio de no-intervención. Ambas se equivocan. No habrá renovación profunda del sector moderado del PRD sin una reflexión que conduzca a una denuncia explícita y sin ambages de la represión en Venezuela y a una campaña a favor de la liberación de López. Y las convicciones democráticas de los gobiernos de América Latina, ya puestas en entredicho por la Cumbre de la Pleitesía realizada en La Habana hace unos días, se verán cada día más débiles ante el silencio, por unas razones u otras, pragmáticas o ideológicas, oportunistas o de principio, frente a los días de plomo en Caracas. ¿Qué harán los presidentes latinoamericanos si los militares chavistas y la llamada boliburguesía derrocan a Maduro? ¿Defenderán a los represores de ayer, o a los de mañana?