En medio del engaño más grande al que haya sida sometido cualquier nación, hace ya un año falleció Hugo Chávez. Lamentablemente con el no murió el odio que ha rasgado el alma nacional durante los últimos 15 años, pero tampoco la esperanza de un país que ni se rinde, ni pierde las ganas de luchar.
En gran medida el respeto a la larga enfermedad del difunto, así como a su muerte, derivó que por ahora el país lo juzgue como si hubiera sido un Presidente mas de nuestra historia y no un destructor trágicamente idealizado por un sector de venezolanos. Ese destructor gigante debe pagar su factura con intereses ante la historia y ser puesto en su merecido y oscuro lugar porque de lo contrario, significaría un fantasma capaz de someter al país a correr el riesgo de que esa conexión emocional aun viva, sea aval y justificación de nuevos personalismos y tragedias mucho peores para nuestro maltratado país. Enrique Krauze dijo que Chávez confundió su triste historia, con la del noble y glorioso pueblo venezolano y así fue.
El legado del finado sigue vigente y Venezuela paga caro las nefastas consecuencias de su perversa siembra de odio, la segregación como política de estado y el estímulo a la llamada lucha de clases. Pero no sólo eso, Chávez también deformó la idiosincrasia venezolana distorsionando a sus propios seguidores y acomplejando a muchos demócratas que para no ser impopulares, pensando que se necesita una fórmula mágica para convencer a los seguidores del comandante, no son capaces de enfrentar lo incorrecto y calificarlo como tal con la verdad por delante. Muchos otros han sido también chavistas en la oposición, permitiendo por ejemplo, la construcción de una narrativa apocalíptica sobre los mejores 40 años de nuestra república civil, la democracia que con todos sus defectos ha sido considerablemente superior a esto.
Ese legado emocional de Chávez fue lo que le permitió a Nicolás establecerse, así como también justificar sus imparables errores. Esto y otros hechos pueden hacernos interpretar que el difunto nunca quiso sucesor, era tan narciso y sociópata que escogió al peor para que los venezolanos lo recordáramos como a un gran estadista ante semejante tipo que no ha hecho sino reivindicarlo en el trecho entre lo malo y lo peor.
En defensa de Nicolás, vale decir que recibió las cuentas del irresponsable manejo económico de su padre, que convirtió nuestro país en un estado de beneficencia nacional y prostitución política ya insustentable, que no hizo sino destruir nuestras instituciones y constituir un paralelismo para nada solido que ha demostrado ser incapaz de darle respuestas a los venezolanos, para muestra un botón: PDVSA.
No nos extrañe que ante este desgobierno de Nicolás comiencen a surgir los autoproclamados protectores del legado del comandante supremo que camuflando su miedo a perder su fuente de poder y dinero, con el falso temor a que se atente contra la memoria del comandante y se ponga en riesgo al chavismo, es capáz de despedir al mal heredero para darle paso a la bota militar. Recordemos que Nicolás no es Chávez y no era sino un jerarca de su gobierno al mismo nivel que el de otros que también respiran y aspiran, con la diferencia de que el ungido cuenta con la bendición de Cuba. Se aproxima una crisis económica sin precedentes que pondrá a prueba no sólo el liderazgo de Nicolás o la paciencia del pueblo cuyo amor no dura con hambre, sino también la lealtad, el respeto y las apetencias de distintos sectores de poder en el chavismo. ¿Hasta cuándo aguantará la revolución?
¡Chávez vive, el caos sigue!