Escribo esto el 8 de abril, dos días antes de que empiece formalmente el “diálogo” entre oficialismo y la MUD.
Para que pueda existir un diálogo o negociación con expectativas de obtener resultados, más o menos satisfactorios, se requieren, entre otras, tres condiciones. Ellas son: legitimidad, representatividad y un poder equilibrado de las partes.
Legitimidad. Una primera duda: ¿es el régimen actual un gobierno legítimo? Para que Maduro pudiera ser candidato y eventualmente presidente de la República, todos sabemos que el TSJ y el CNE violaron descaradamente varios artículos de la Constitución vigente. El resultado electoral apretado no fue auditado, y que Maduro no tenga doble nacionalidad no ha sido demostrado. Pero Maduro no es el único cuya legitimidad está en duda. El presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello y algún otro funcionario del régimen son militares que han recibido promociones recientes. Según la Constitución, los militares activos no pueden ejercer cargos de elección popular. El CNE y el TSJ tienen, hace tiempo, rectores y magistrados con sus periodos vencidos. La Contraloría General de la República no tiene titular desde hace mucho tiempo. Parlamentarios y alcaldes de la oposición han sido removidos de sus cargos en otra clara violación de la Constitución. Entonces, que la MUD se siente a dialogar con un régimen que exhibe graves dudas sobre su legitimidad ¿no es una manera de borrar todas las violaciones de la Constitución que les ha permitido ejercer el poder y sentarse en una mesa de diálogo cuyas sillas no deberían estar a su alcance? ¿Le conviene “eso” a la oposición?
Representatividad. No hay que elucubrar demasiado para llegar a la conclusión de que ni el oficialismo representa a todos los ciudadanos que apoyan su gestión ni la MUD representa a un grupo importante de venezolanos que no están de acuerdo con “acostarse con el enemigo”. Entre estos grupos disidentes están los estudiantes universitarios, María Corina Machado, Leopoldo López, Antonio Ledezma y muchas ONG que no aceptarán cualquier acuerdo al cual lleguen las partes, en el supuesto negado que de este “diálogo” salga algo “presentable”. Esta ausencia de una verdadera representatividad deriva no solo de la existencia de una fuerte disidencia que no cree posible dialogar con este régimen, está también, como ya dijimos, su falta de legitimidad sin la cual es imposible asumir la representatividad ni de nadie ni de nada.
Equilibrio de fuerza entre las partes. El régimen tiene el control de todos los poderes públicos, de la Fuerza Armada, de los recursos financieros y ha demostrado no tener el menor pudor en utilizarlos como palanca para permanecer en el poder. Tiene, además, la mayoría comprada de los gobiernos de Unasur que serán los “facilitadores” del diálogo.
El régimen se autodefine como “socialista y cívico-militar”. Lo primero que deberían verificar los cancilleres de Unasur es en cuál artículo de la Constitución se define la República en esos términos. No somos una nación socialista. Mucho menos somos un país cívico-militar. Somos una nación en la cual el poder militar debe estar subordinado al poder civil. O sea, que nuestro gobierno es civil y punto.
PD: Escrito lo anterior, decidí aguantarlo hasta ver la sesión inaugural del diálogo el jueves 10/04. Allí no se dijo nada que ya no estuviera dicho, es más, no se denunciaron hechos como el descarado ventajismo electoral del oficialismo y el uso inconstitucional de los recursos del Estado en sus campañas. Rescato las intervenciones de Ramos Allup que coincide, casi verbatim, con algunos de mis argumentos (no hablamos antes), y la de Omar Barboza, que desmontó con cifras oficiales la increíble aseveración de Rafael Ramírez al afirmar que la política económica del régimen había sido exitosa. El régimen dejó claro que oposición y gobierno pudieran coexistir bajo el socialismo del siglo XXI y que ese modelo no lo cambiaría. ¿Entonces qué hacemos allí?
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