De hecho, es en los días cercanos a cada encuentro semanal cuando el aparato legal y coercitivo del estado se despliega con mayor vehemencia, una doble estrategia hecha explícita esta semana. La misma noche de la tercera ronda del diálogo, un fallo del Tribunal Supremo de Justicia reinterpretaba el derecho a la manifestación pública, condicionándolo a la autorización de los alcaldes. Restringiendo ese derecho, el tribunal se reserva así la capacidad de legislar y al mismo tiempo suspender un componente constitucional esencial. Para ratificar esa normativa, al día siguiente un combinado de fuerzas militares y colectivos armados aterrizó en Mérida, con un despliegue tan excesivo que las imágenes eran propias de un ejército de ocupación, no de una fuerza anti-disturbios.
La simultaneidad de estos hechos con las reuniones tiene el valor simbólico de recordar quien manda, a los allí sentados, a los que están en sus casas y a los que están en la calle. Con esta iniciativa legal y represiva, Maduro parece haber recuperado protagonismo y exhibe mayor capacidad de administrar su propio horizonte temporal, importante frente a opositores tanto como a rivales internos. Pero más importante aún es el aparente control del relato que ha recuperado el gobierno, es decir, la narrativa que interpreta, comunica y re-crea el dialogo frente a la sociedad, con lo cual le da significado. Nótese que lo ha denominado “Conferencia de Paz”, que es un nombre adecuado porque persigue la paz—es decir, que se vacíen las calles—pero obvia la reconciliación, el otro componente habitual de estos procesos.
El nombre dado al diálogo, y lo omitido en él, sirve para resaltar la disonancia cognitiva, o al menos unas cuantas ambigüedades conceptuales, especialmente en el caso de la MUD. El gobierno continúa haciendo referencia a “la violencia de ambas partes” como si fueran dos ejércitos comparables, o facciones contendientes en un proceso de fragmentación nacional. Así se las arregla para legitimar esa falacia, sin que nadie le señale que una de las partes es la población civil, con piedras, y la otra es el estado venezolano, con todo el aparato represivo a su disposición.
Pero aun en el absurdo de tratar a esas partes como equivalentes, tal razonamiento habría requerido acordar un previo alto el fuego, un armisticio, el ABC de cualquier manual de negociaciones de paz, resolución de conflicto o similar. No solo eso no sucedió, sino que se dialoga mientras continúan las hostilidades—siguiendo con la metáfora de dos ejércitos equivalentes—tal como la ocupación militar de Mérida lo indica. En estos términos, si se logra la paz, no vendrá acompañada de la reconciliación.
Tampoco es claro por qué no se pusieron condiciones tales como la liberación de los detenidos durante las protestas, el cese de la represión y el desarme de los colectivos, como propusieron los líderes del movimiento estudiantil—obtener algo antes de legitimar la negociación. La mala noticia es que cualquier concesión era posible previo a comenzar las conversaciones. A todas luces, la efectividad de la primera reunión, cuando los políticos de la Mesa le gritaron las cuarenta al gobierno en la cara y por televisión con el mundo de testigo, se ha ido diluyendo en las semanas siguientes.
Sobre esta base, un economista diría que este diálogo es un negocio de utilidades marginales decrecientes. Pero la explicación puede tener que ver con la oposición en sí misma, más que en el diálogo en cuestión. En estas pocas semanas, de hecho, se han profundizado las divisiones dentro de la oposición, exacerbándose las recriminaciones y las acusaciones cruzadas. La cuestión central es la confianza. El diálogo entre adversarios en situaciones de conflicto intenso se predica sobre la base de su potencialidad para construir confianza. En esto ha habido un problema cognitivo adicional: el de un diálogo necesario y previo que no ha ocurrido, el diálogo al interior de la oposición.
Lo que hay que resaltar es que esta negociación en curso no es entre dos, en realidad es entre tres. El gobierno va ganando este juego—en una cancha además marcada con plomo en vez de cal—porque parece ser el único que realmente lo ha entendido.
Héctor Schamis es profesor en Georgetown University. Sígalo en Twitter @hectorschamis
Publicado originalmente en el diario El País (España)