Cuando los líderes occidentales se sentaban a negociar con Vladimir Putin, en el extinto G8, se trataba de unos presidentes, primeros ministros o cancilleres, que aunque poderosos políticamente, eran unos asalariados que no acumulaban poder económico personal, estaban sometidos a las reglas del estado de derecho así como a los convenios internacionales, respetaban el equilibrio de los poderes y su mandato tenía un término; es decir, era unos inquilinos con un poder y una representatividad limitada. En tanto que Putin era un jerarca y un oligarca ruso, que ejercía un poder omnímodo, con poca sujeción a la ley y un escaso respeto por los derechos humanos y la propiedad privada. Así el Presidente ruso, que detenta el poder desde 1999, tres veces como presidente y una como primer ministro, es abogado, judoka, espía, gobernante, socio de múltiples empresas, multimillonario, novio apasionado de una joven gimnasta y un soñador que trata de evocar la grandeza de la antigua URSS. En 2013, luego de 30 años de matrimonio, se divorció de su esposa, no sin antes hacerla comparecer lastimeramente ante las cámaras, conminándola a reconocer que se trataba de “un divorcio civilizado… de nuestra decisión en conjunto”.
Entre otras tropelías de Putin se recuerda la expropiación en 2003 de la petrolera Yukos y el consecuente arresto de su presidente Jodorkovski por manifestar aspiraciones políticas. La Corte Permanente de Arbitraje, con sede en La Haya, acaba de pronunciarse en contra de Rusia, la decisión del tribunal obliga a pagar una compensación de cerca de US$ 50.000 MM a los accionistas de Yukos; en tanto que Putin se opone a pagar, corren los intereses. Cuando a finales de noviembre de 2013, la Unión Europea se disponía a firmar un acuerdo de asociación con Ucrania, el entonces presidente Yanukovich se decantó por un convenio con Rusia, viraje que enfureció a miles de ucranianos que se lanzaron a la calle, tomaron la plaza de El Maidan e iniciaron una protesta que terminaría con el régimen. El derrocamiento de un aliado incondicional de Putin y el alejamiento de Ucrania de la esfera de influencia rusa, dio al traste con los planes del jerarca de reverdecer las viejas glorias de la Unión Soviética. La respuesta fue la típica de un gánster: de un zarpazo se enviaron tropas de ocupación a Crimea, sin distintivos que las identificaran, se alentó el nacionalismo de los grupos pro rusos, se propuso a la carrera un referéndum y se desplegó una intensa campaña propagandista al interior de Rusia; pero además, y más grave, se alentó políticamente la secesión de las regiones orientales de Donetsk y Slaviansk, con el suministro de armas y de dinero.
Los intentos de la comunidad internacional por llamar la atención de Putin se estrellaron con el más profundo desprecio de este líder y con sus posturas arrogantes y groseras. Durante varios meses hubo una retórica bélica en el discurso del Kremlin, de agresión constante contra Ucrania y de desconocimiento de las instituciones internacionales como la ONU, la UE, la OTAN, etc. A tal punto la conducta del presidente ruso, fue de guapetón de barrio que Ángela Merkel comentaría que Putin deliraba si pensaba que se iba a salir con la suya. Los EEUU y la UE, decidieron aplicar gradualmente sanciones económicas a Rusia, algo que muchos halcones criticaron. Pero las sanciones fueron con pinzas y sobre el corazón del entorno financiero y económico de amigos que apoyan a Putin y que dirigen grandes empresas, así como a los políticos más radicales contra Ucrania. Con la crisis de Ucrania, los capitales han escapado de Rusia, la inflación se ha disparado, el país ha entrado en recesión, el crédito se ha encarecido y las reservas bajan. Las sanciones han agravado este cuadro. Ahora Putin impone sanciones por un año a la importación desde USA y la UE de productos agrícolas, cárnicos y lácteos, algo que traerá escasez e incremento de precios para el pueblo ruso.