James Foley, el periodista norteamericano decapitado por un terrorista perteneciente al Estado Islámico, escribió en 2011 una carta a su universidad, donde se formó en Artes, luego de enterarse de que había organizado una oración conjunta para que fuera liberado. Marquette University recibió un texto por parte del corresponsal que aún figura en su sitio.
Vía infobae.com
A continuación, la carta completa:
La Universidad de Marquette ha sido siempre un amigo para mí. Aquel amigo que te desafía a hacer más y ser mejor y, en última instancia, da forma a cómo eres.
Con Marquette fui parte de viajes de voluntariado a Dakota del Sur y Mississippi, y aprendí que era un niño sobreprotegido y que el mundo tenía problemas reales. Conocí a gente que quería ofrecer sus corazones a otros. Trabajé como voluntario en una escuela para pequeños en Milwaukee cerca de la universidad y fue inspirador convertirme en un maestro del lugar. Pero Marquette nunca fue tan amigo mío como cuando estuve cautivo como periodista.
Yo y dos colegas fuimos capturados y llevados a prisión en un centro de detención militar en Trípoli. Cada día crecía la preocupación de que nuestras madres entraran en pánico. Se suponía que mi colega Clare llamaría a su mamá en su cumpleaños, que era el día posterior al que fuimos capturados. Yo todavía no había admitido que mi mamá pudiera saber lo que había pasado. Pero siempre le dije a Clare que mi mamá era alguien con una gran fe.
Recé para que ella supiera que estaba bien. Recé que podía comunicarme a través del universo cósmico.
Comencé a rezar el rosario. Era lo que mi madre y mi abuela hubieran rezado. Dije diez Ave María por cada Padre Nuestro. Me llevaba mucho tiempo, casi una hora contar 100 Ave María con mis nudillos. Y me ayudó a mantener mi mente concentrada. Con Clare rezamos juntos en voz alta. Se sentía energizante hablar de nuestras debilidades y esperanzas juntos, como si fuera una conversación con Dios, en silencio y solos.
Luego fuimos llevados a otra prisión, donde el régimen mantenía a cientos de prisioneros políticos. Fui rápidamente saludado por los otros prisioneros y tratado bien. Una noche, el día 18 de nuestro cautiverio, unos guardias me llevaron fuera de la celda. En el hall vi a Manu, otro colega, por primera vez en una semana. Estábamos demacrados pero muy contentos de vernos. Arriba, en la oficina del alcalde (de la prisión), un hombre distinguido vestido de traje se paró y dijo: “Sentimos que quizás usted quiera llamar a sus familiares”.
Dije una oración final y marqué el número. Mi mamá respondió el teléfono. “Mamá, mamá, soy yo, Jim”.
“Jimmy, ¿dónde estás?”.
“Todavía estoy en Libia, mamá. Siento todo esto. Lo siento mucho”.
“No te disculpes, Jim”, dijo. “Oh, papá acaba de salir. Oh… quiere hablarte tanto. ¿Cómo estás, Jim?”.
Le dije que estaba siendo alimentado y que tenía una cama mejor y estaba siendo tratado como un huésped.
“¿Te hacen decir estas cosa, Jim?”.
“No, los libios son gente hermosa”, le dije. “Estuve rezando por ti, para que supieras que estoy bien”, le dije. “¿No sentiste mis oraciones?”.
“Oh, Jimmy, tantas personas están rezando por ti. Todos tus amigos, Donnie, Michael Joyce, Dan Hanrahan, Suree, Tom Durkin, Sarah Fang, estuvieron llamando. Tu hermano Michael te ama muchísimo”. Comenzó a llorar. “La Embajada de Turquía y Human Rights Watch han tratado de verte. ¿Los viste?”. Le contesté que no.
“Están haciendo una vigilia de oración por ti en Marquette. ¿No sientes los rezos?”, me preguntó.
“Sí, mamá. Los siento”, y me quedé pensando en esto un segundo. Tal vez eran las oraciones de otros lo que me mantenían con fuerza, lo que me mantenía a flote.
El oficial hizo un movimiento. Empecé a despedirme. Mamá empezó a llorar. “Mamá, soy fuerte. Estoy bien. Debería estar en casa para la graduación de Katie”, que sería un mes adelante.
“¡Te amamos, Jim!”, dijo. Luego colgué.
Reconstruí esa conversación cientos de veces en mi cabeza. La voz de mi madre, los nombres de mis amigos, su conocimiento sobre mi situación, su aboluta creencia en la fuerza de la oración. Me dijo que mis amigos se habían reunido para hacer cualquier cosa que pudieran para ayudar. Sabía que no estaba solo.
Mi última noche en Trípoli tuve mi primera conexión a internet en 44 días y fui capaz de escuchar un discurso que Tom Durkin dio por mi durante la vigilia en Marquette. En una iglesia llena de amigos, alumnos, sacerdotes, estudiantes y facultativos, vi el mejor mensaje que un hermano puede dar por otro. Se sentía como el discurso y el elogio de un padrino de bodas a uno. Mostró un gran corazón y fue sólo una idea de las oraciones que las personas fueron vertiendo. Sin más, la oración fue el pegamento de mi libertad, una libertad interna primero, y después el milagro de ser liberado en una guerra donde el régimen no tenía intensión de liberarnos. No tenía sentido, pero la fe lo hizo.