Hace unos días, mi amigo Arturo perdió a su papá. Cáncer. La edad. Ley de vida, como dicen algunos. Lo cierto es que nuestros padres se están yendo y nos vamos quedando a cargo. ¿A cargo de qué? ¿De la tradición, de la familia?, me pregunto. Quizá nos quedamos a cargo de mantener un inventario de recuerdos bonitos, al que podamos acudir en tiempos de crisis. Quedamos sin duda a cargo de las decisiones difíciles, pues las canas nos dan ahora la sabiduría que nuestros hijos necesitan. Se nos van los padres y nosotros, esa generación que está en el medio, con hijos adultos y algunos con nietos tempranos, nos sentimos todavía jóvenes, aún cuando sabemos en nuestro fuero interno que no es lo mismo, que hay cosas que nos cuestan más, que la gravedad está haciendo estragos.
Quedar a cargo es una responsabilidad que puede ser pesada. Ya no tenemos a quién acudir, a quién preguntar, comenzamos a ser el recurso terminal. Quizá ese es el peso que hace que algunos se doblen y lleguen a viejos encogidos, débiles. A otros les toca enfrentar en la edad mediana un entorno tal vez más difícil del que hubieran previsto cuando jóvenes, que puede tener que ver con inmigrar a un país extraño para preservar la seguridad de su familia, el sueño de una vida feliz.
Al papá de Arturo le tocó tomar esas decisiones difíciles. Como médico de Allende –una de las últimas personas que lo vio con vida–, Jirón se refugió en Caracas con su familia, como otros tantos que llegaron en los setenta y ochenta, que venían huyendo de las dictaduras, de la persecución política, buscando protección en mi país generoso. Así fue que estudiamos con el chileno y con el uruguayo, con el colombiano y con el gallego, y nos hicimos amigos para toda la vida. Porque increíblemente, esos amigos de la adolescencia se hacen con los años cada vez más cercanos. Somos amigos más allá del bien y del mal, porque fuimos amigos desde la inocencia, cuando la vida era solo un sueño que se abría hacia delante, cuando veíamos todo desde la esperanza, desde la alegría.
De esa época quedan recuerdos que nos toca recoger y guardar delicadamente, porque son como luciérnagas que nos alumbrarán en noches de angustia o de tristeza. Nos recordarán que la vida es bonita cuando se nos olvide la esperanza, nos ayudarán a contarle a los nietos, o a los sobrinos, que alguna vez fuimos traviesos, que nos escapamos a ver películas pornográficas o a fumar escondidos detrás de un escaparate, como si el humo no lo pudieran ver los adultos. Que nos fuimos con un novio al cine a ver La Cenicienta en el asiento de atrás, que nos jubilamos del liceo a tomar cerveza a las once de la mañana, fumando y con tres toneladas de rímel en los ojos, como si las pestañas taparan la cara de niña, la sonrisa ilusionada jugando a ser adulta.
Recordaremos las veces que nos fuimos en cola a ser la barra de nuestro equipo de volleyball, donde jugaban el chileno y el uruguayo, el colombiano y el gallego, todos venezolanos, pues nos entremezclábamos sin importar si éramos de clase media o más media, de izquierda o de derecha, negritos o de ojos azules, hijos de fulano o del don nadie. Antes no importaba nada de eso.
Quedamos a cargo de contar lo que fue, y qué de eso que se nos fue nos puede servir, porque, sabios como somos, entendemos que no todo lo pasado fue bueno, no todo funcionaba. Pero hay cosas que fuimos que sería lamentable que se perdieran completamente, pues son cosas que nos definían y que se han ido borrando, y si se llegaran a disolver completamente nos desdibujaríamos como país, como sociedad, como venezolanidad.
A cada quien nos tocará escoger qué nos gustaba de antes y tratar de que perdure, tratar de ponerlo a flote, a salvo, guardarlo en una arca de Noé de la memoria, en algún baúl que lo retenga, o soltarlo para que vuele y consiga alguna tierra prometida. Nos tocará quizá envolver nuestros recuerdos y llegar como extranjeros a un país distante, como llegaron uruguayos y chilenos, y saber que, aunque lejos allí perduraremos, allí podremos seguir viviendo y aprendiendo cosas nuevas, con nuestra ética, con nuestros recuerdos, con la esperanza de que ese futuro sea mejor, aunque diferente.
Este intercambio de personas, de familias y costumbres, me ha dado grandes amigos, amigos de toda la vida, amigos que uno sabe que están ahí a pesar del tiempo y de la distancia, y que nos abrazamos cada vez que necesitamos esa cercanía, así sea un abrazo como este, Arturo, un abrazo de palabras.
5 de noviembre de 2014