Apoyar un modelo político es aprobar un sistema de prácticas sociales. Basta darse cuenta que respaldar el proyecto de Nicolás Maduro es avalar que los venezolanos inviertan horas en las colas para comprar una pastilla de jabón o cualquier producto de primera necesidad. De la mano con la escasez llega la contracultura del subterfugio. Un territorio donde los ciudadanos redefinen sus prioridades, gustos y costumbres. Se quiera o no el racionamiento dirigido por el gobierno está modificando el habla, las conductas y modos de relacionarse. Situaciones y actitudes insospechadas comienzan a observarse. Por ejemplo, las amas de casa compran a los revendedores; los acaparadores se multiplican y empresarios consolidados comercian en el mercado negro. Muchos se ven obligados a buscar atajos para comprar porque no siempre se puede invertir tiempo en las filas, por más que los artículos se requieran. Se desdibujan las fronteras entre lo permitido y lo prohibido.
Las visiones políticas son marcos morales que modifican el comportamiento. En el caso de Venezuela los ciudadanos están siendo inducidos a convivir con el micro-fraude y otras trasgresiones. El subterfugio se ha convertido en la forma de acceder a bienes de primera necesidad como alimentos, medicinas y productos de aseo personal. Investigaciones recientes sugieren que el contexto social tiene una influencia tan determinante como la genética en la formación de la conciencia del sujeto. Los estudios también revelan que el ser humano no está condenado por el determinismo biológico y social.
El hombre tiene la posibilidad de transformarse y reinventarse. Sin embargo, lo significativo es el dato que las últimas investigaciones presentan ante la opinión pública: Muchos códigos sociales provienen de condicionamientos genéticos y culturales. De lo cual se infiere que las costumbres y tradiciones no se originan y corrigen en el hogar o en otros ámbitos particulares, con exclusividad. La moral es mestiza. Es el resultado de juicios privados y conductas públicas. De hecho, fenómenos como la corrupción o la cooperación están más conectados con los valores que el pueblo aprueba o sufre que con creencias individuales. Por cierto, expresiones como las de “patriotas cooperantes” sugieren que el Presidente estima que la delación es una virtud. ¿Nicolás Maduro pensará que la traición es el valor que movilizará al pueblo a cooperar con su mandato?
Tal vez lo que está detrás de esa frase es un acto fallido del Presidente, como diría algún psicólogo. Pues el telón de fondo de esa expresión es la idea según la cual la revolución deberá preservarse a cualquier precio; así la tarifa sea la corrupción y la delación. Quizás, Nicolás Maduro quería insinuar que buscará crear las condiciones morales que permitan regularizar el ejercicio de un poder que es corrupto por naturaleza.
En sociedades autoritarias la moralidad se juzga por los beneficios individuales que produce y los riesgos que elimina. ¿Alguien podría criticar las conductas que debieron desarrollar millones para evadir el ultraje nazi o comunista? El corolario de esos experimentos es el mismo: Se puede diseñar un país en el cual la corrupción es una opción eficaz para garantizar la vida o la satisfacción de necesidades básicas. Por supuesto, cuando el fin es escapar de las garras del poder despótico, todo pareciera permitido. Prostituirse o trabajar, humillarse o respetarse, se convierten en prácticas equivalentes. La Alemania nazi o Cuba son ejemplos muy cercanos que demuestran el mapa moral que promueve el autoritarismo.
En sociedades donde el fraude es parte de la cotidianidad, el ciudadano se transforma en un preso potencial. La corrupción es una coartada del gobierno para concretar el sometimiento de los venezolanos. Al conducirlos al filo de la transgresión, esperaran la complicidad y el temor de las mayorías. Los jefes del oficialismo deberían entender que su proyecto de corrupción jamás promoverá la alianza que se necesita para revertir el derrumbe de la nación.