Desde la cumbre de la APEC hasta el G20, todos tienen la mira puesta en la nueva potencia mundial de China. Sin embargo, el dominio de este país no está en proporción con lo que puede ofrecer, opina Rodion Ebbighausen, periodista de la redacción asiática de Deutsche Welle.
En la cumbre de la APEC, China tuvo una actuación brillante. Xi Jinping supo presentar a su país como la próxima potencia mundial. En todos lados, se admira el asombroso ascenso del país. No obstante, sorprende que nadie se pregunte qué puede ofrecer realmente este nuevo actor global.
Bajo el pretexto de la cooperación al desarrollo, China ha perfeccionado la explotación de otros países. El esquema siempre es el mismo: Pekín negocia con las élites de un país, sin importar qué tan dudosos sean los métodos y las pretensiones de poder. Los derechos humanos no juegan un papel importante. Después, cientos de miles de trabajadores chinos invaden el país y construyen la infraestructura necesaria. ¿Y dónde quedaron los empleos para la propia población? Más tarde, arriban camiones y barcos chinos que transportan las materias primas al “imperio del centro”. Por último, productos baratos chinos inundan el mercado y arruinan lo poco que queda de la economía local.
El imperio del centro restringe fuertemente la libertad de prensa y de expresión. La “gran muralla china” en Internet es el filtro más efectivo del mundo y blinda el país contra la libertad de expresión y la pluralidad. Las críticas solo son válidas cuando no cuestionan el sistema o se refieren a altos funcionarios. El movimiento democrático de Hong Kong es presentado en China como una sublevación caótica.
Desde hace décadas, el gobierno central martiriza a las minorías étnicas en Tibet y Xinjiang. Pekín responde con represión a las tensiones sociales que resultan de la explotación de los recursos naturales en el oeste del país y la inmigración de chinos de la etnia han.
China elude su responsabilidad
En el Mar del Sur de China, el país ha demostrado que no cree necesario atenerse al orden jurídico internacional. Los países vecinos son acosados. A través de una hábil estrategia “del salami” amplía constantemente su zona de influencia. Pekín no quiere saber nada de la jurisdicción internacional.
En el Consejo de las Naciones Unidas, China destaca sobre todo porque pocas veces hace una contribución constructiva y casi siempre insiste en el principio de no intervención. Excepciones como la resolución en contra del programa nuclear de Corea del Norte, de 2009, confirman la regla. Pero en realidad, China extiende su mano protectora sobre el régimen terrorista norcoreano.
Los principales valores del gobierno chino son la propia ventaja y la maximización de los beneficios. En un principio, esto no se puede criticar, puesto que también otros países aspiran al poder. La diferencia es que en países como Estados Unidos o la Unión Europea existen fuerzas opositoras, como, por ejemplo, ONGs independientes como Human Rights Watch o Transparencia Internacional. Asimismo, existe una sociedad civil y un discurso abierto sobre lo que es deseable y lo que no. Y esto influye en la política exterior.
Todo esto se busca en vano en China. Las élites del país impiden las protestas a fin de conservar su poder. Le temen a la transparencia y solo le rinden cuentas al partido, pero no a la población. Esta forma de entender la política también se refleja en la política exterior, que en primer lugar responde a los intereses económicos. Por ello, China es una potencia mundial que elude su responsabilidad. De momento, no puede ofrecerle más al mundo que un gigantesco mercado.