Desde su timorata niñez, David Ramírez planeaba viajes en firmamentos brillantes. En sus quimeras no sólo se pasearía entre estrellas sino que también se haría de una. Tomaría los micrófonos para gorjear rimas y cumplir su meta: entonarse cantante de alta coloratura. No en balde fue miembro del pegajoso grupo merenguero Los Ilegales. Y pese a que ya daba sus pinitos en los escenarios, un tren de fans escoltaba sus requiebros de ídolo desconocido y se arrogaba débiles aplausos en el empinado derrotero de música pop, esperaba dar, por qué no, el gran salto. Uno que, como en los puestos de la lista de los más escuchados en Billboard, cimero, lo encumbrara entre radios, disqueras y mortales. Su nombre conquistaría, no obstante, los titulares de los noticieros y periódicos por un hecho que nada tenía que ver con notas ni canciones. Su sueño, ora de una rueda de prensa nacional, ora de aclamaciones y vítores devenidos abucheos, se cristalizaría. Eso sí, pero de una forma que, ni en su peor pesadilla, jamás avistó. Otras serían las cámaras y tarimas que lo mostrarían: la del estrado en los tribunales de justicias y la del banquito de los acusados. Ahora manosea, y acaso desdeña, sus quince minutos por la faceta más oscura de la fama. Él es hombre que, desde la ciudad musical de Barquisimeto, tierra de cadencias y cantares, cuna de historias crepusculares —y un crepúsculo rojo lo arrebola y mancha— se dio a conocer al mundo, que lo escarnece, desde el 6 de agosto de 2014, como el presunto asesino de su novia: Ángela Medina. Desde entonces hasta hoy arrostra una querella penal que le endilga, de acuerdo al expediente número KP01-P-2014-014879, del Tribunal Penal de Primera Instancia Estadales y Municipales en Funciones de Control de Barquisimeto, los cargos de homicidio intencional calificado por motivos fútiles y mediante alevosía en grado de autor.
Manuel Gerardo Sánchez / Editor revista Clímax
El 6 de agosto, Lara se encendería y compungiría por una muerte atroz. Al instante, el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) volteó hacia David Ramírez, quien desde las 7 a.m ya extrañaba el galope a mujeriegas de su amazona. Sumido en la ausencia, le mandó un mensaje de texto a su suegra, la señora Lidia Valles, preguntado si había dormido con su hija. Porque con él, en su cama, no. Los hados sembrarían la zozobra, la intriga, el veneno. Se sucedieron decenas de pequeñas hazañas turbias: David tomó el carro de su novia para buscarla, telefoneó a unos amigos y hasta a la entrañable, la compinche de su hembra: Lorena Willneidis Liscano. Juntos pararon a la morgue del Hospital Central de Lara porque Lorena había recibido, no se sabe cómo y por qué, una llamada de un policía de apellido Guédez: “me dijo que encontraron el cuerpo de Ángela (…) y necesitaban los familiares para su identificación”, reza el acta de entrevista de Liscano.
Al salir de la morgue, las autoridades incoaban los sondeos que, a destajo y hasta hoy, incriminan a David como posible autor material y a Yoalbert González, Mauricio Villegas y Víctor Marín —los dos primeros son panas y el tercero productor musical de Ramírez— cómplices sin gazmiar. Los medios de comunicación, como banderas al aire, tremolaban sus suposiciones e inferencias. La conmoción en Venezuela —picado por el recuerdo de Mónica Spear— no se hizo esperar. “Que si David Ramírez mató a su novia porque descubrió su homosexualidad”, “El último tweet de Ángela Medina fue dedicado a su agresor”, “El novio asesinó a la modelo por celos…”. En tanto los corrillos de la farándula se alzaban y los carbones de la duda chisporroteaban y atizaban más el chisme, en un dos por tres, el CICPC desvelaba, en una rueda de presa, que dejó a más de uno patidifuso y con los ojos claros sin vista, el resultado de sus obsequiosas labores. Felón, David Ramírez cantaba su culpa: “yo no quería hacerle daño, pero nos encontrábamos discutiendo por cuanto ella me quería dejar ya que teníamos problemas y en ese momento de desesperación agarré la funda de la almohada y se la coloqué alrededor del cuello, de pronto ella no forcejeó más y nos caímos (…) yo agarré una franela mía y limpié el piso, luego metí en una bolsa la funda y la franela y las boté adyacente al Banco Mercantil en la Av. Lara luego yo no encontraba qué hacer y llamé a mi amigo…”, consagra una declaración regurgitada al inspector José Escalante. Dos días después, se armaría la sampablera en el rellano de la audiencia de presentación. David Emiliano, por un puñado de cruces, por los sudores que lo perlaban, se ungía mártir de la ley: “Buenas tarde yo me declaro inocente lo único que puedo decir es que es mi firme (sic) y lo hice bajo amenazas, torturas, golpes, y mis amigos son totalmente inocentes…”. Jura en sus treces que su confesión no fue sino subterfugio y chimbo ardid por la tunda que lo ahogaba. “Se me acercan como 12 a 15 funcionarios del CICPC a maldecirme y a decirme asesino (…) Uno de ellos me dijo, pana di la verdad, yo respondí; yo ya dije la verdad, él me dijo pero bueno di que fuiste tú (…) ahí me agarraron y me pusieron de rodillas, me pegaron por el estómago dejándome sin aire, me golpearon la cabeza, el cuello, las costillas, me acostaron boca abajo, me pegaron con los pies y me los entirraron (sic), se me montaron 2 o 3 personas encima, (…) me pusieron una bolsa en la cara asfixiándome (…) y ahí apenas me la quitaron me eché la culpa diciendo sí… sí… fui yo…”, narra David en epístola y galimatías los padecimientos que, supuestamente, le infligieron después que lo aprehendieran como sospechoso.
En tanto las partes aguardan por la audiencia preliminar, prevista a principios de diciembre, una ringlera de dudas acucia la suspicacia y eclipsa el éxito de las averiguaciones. Tirios y troyanos de este thriller de horror se atrincheran en la incertidumbre. Y David, en las celdas 4 del módulo 5 que lo arredran y destierran, no deja escuchar una sinfonía de interrogantes irresolutas que lo aturde: ¿Por qué la policía se comunicó primero con Lorena Willneidis y no con un familiar de la difunta? ¿Por qué no han encontrado las armas homicidas, franela y fundas mediante, si tenían incluso las señas del escondite? ¿Por qué el acta de acusación no responde con certeza en qué carro fue trasladada Ángela en supina mortandad? ¿Por qué no se establece la hora del fallecimiento en el informe forense, cosa que esclarecería y derrumbaría elucubraciones? Si la estudiante fue asesinada en su cuarto y la autopsia no indica heridas abiertas ¿Cómo hay sangre en sus aposentos y de quién es? ¿Por qué el CICPC, a sabiendas de que la víctima tenía dos teléfonos celulares, un Iphone 5 y un Blackberry, no estudió los dos equipos sino el primero? Y, por supuesto, herido en su ego de macho en celo, se pregunta una y otra vez: ¿Quién es el mentado Miguel Ángel y qué tipo de relación lo unía con su amada incluso luego de que su madre, Lidia Valles, reconociera, tal como publicara el diario El Impulso el 18 de octubre, que fueron novios? Por ahora no hay más música ni acordes ni guitarras. Por ahora solo fantasmas y silencio. Para él, amanecerá y verá…
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