Recientemente la edición israelí de la revista Forbes publicaba una lista, como es tan habitual en ella, donde presentaba a los diez grupos terroristas más ricos del mundo. Encabezaba la clasificación el Estado Islámico. No es la primera vez que se le concede el título de “grupo terrorista más rico del mundo”. El pasado mes de junio, poco antes de la proclamación del Califato, circuló la noticia de que el entonces llamado Emirato Islámico de Irak y el Levante se había apoderado de 425 millones de dólares en efectivo en Mosul.
La sorpresa que produjo la irrupción del grupo en el panorama internacional se debió a la poca atención que se le había estado prestando en la prensa occidental a la guerra civil de Siria y sus consecuencias en Irak. Así, pareció que el Emirato Islámico había aparecido de la nada cuando la realidad es que en enero de 2014 cayó en su manos Faluya, una ciudad del triángulo sunní de Irak situada a menos de 70 kilómetros de Bagdad. El desconocimiento de la trayectoria del Emirato Islámico llevó a teorías conspirativas sobre cómo se había convertido en un grupo tan poderoso y sobre quién estaba realmente detrás.
El Califato funciona como un Estado. Cobra impuestos sobre las actividades económicas, cuando no directamente extorsiona a quienes viven en sus dominios, especialmente a la población no musulmana. Y a su vez, actúa como un grupo criminal dedicado al saqueo, la trata de mujeres y el contrabando de antigüedades. Capítulo aparte merece el cobro de rescates por rehenes occidentales.
La periodista Rukmini Callimachi hizo recuento en una investigación para The New York Times de 215 millones de dólares pagados por países europeos a grupos yihadistas en Oriente Medio y África. En ese total se incluye el dinero pagado por España por la liberación de tres turistas secuestrados en Mauritania, dos cooperantes secuestrados en los campamentos saharauis de Tinduf (Argelia) y dos cooperantes secuestradas en Kenia. Es por tanto plausible que la liberación de los tres periodistas españoles secuestrados en Siria se produjera tras el pago de un rescate que terminó en manos yihadistas.
Además, el Emirato Islámico controla buena parte de Siria oriental y sus pozos de petróleo. El pasado mes de julio cayó en su poder el campo petrolífero de Omar, el más importante del país.Según The New York Times, se estaría extrayendo allí un tercio de la producción máxima de 30.000 barriles al día. Mientras que por su parte, los campos petrolíferos iraquíes en poder del Emirato Islámico estarían produciendo entre 25.000 y 40.000 barriles al día.
Ese petróleo es refinado en Siria y comercializado en Turquía, donde llega de contrabando tras pasar por varios intermediarios. Parte de los combustibles ha terminado en manos del régimen de Assad, cuyas fuerzas dejaron de atacar al Emirato Islámico durante el tiempo que este último concentró sus esfuerzos en atacar a otros grupos rebeldes.
La venta de combustible estaba reportando al Emirato Islámico entre uno y tres millones de dólares diarios, así que las instalaciones petroleras han sido objetivo priotritario de la aviación estadounidense y un panel de expertos de Naciones Unidos ha recomendado medidas contra aquellos que participan en negocios vinculados al Estado Islámico.
Capítulo aparte lo componen las donaciones provenientes de países musulmanes y que han estado en el centro de la polémica sobre “quién está detrás del Estado Islámico”. Buena parte de las sospechas e indicios apuntan al emirato de Qatar, que ambiciona, junto con Emiratos Árabes Unidos, un papel relevante en la región a pesar de su poco peso demográfico y reducida extensión geográfica.
Tras el estallido de la Primavera Árabe, ambos países decidieron anticiparse a la incertidumbre en una era de cambios creando el futuro. Tras la caída de los regímenes de Túnez y Egipto, Qatar y Emiratos Árabes Unidos apoyaron a los rebeldes libios. A pesar del mandato de Naciones Unidas para el establecimiento de una zona de exclusión aérea sobre Libia, los aviones de transporte militar C-17 de la fuerza aérea de Qatar aterrizaban a plena luz del día en Bengazi.
Qatar aspira a un papel relevante en la escena internacional combinando herramientas de “poder blando”, que van de las noticias de Al Yazira al patrocinio del F.C. Barcelona pasando por el apoyo de grupos disidentes e insurgentes en otros países árabes. Las suspicacias del resto de petromonarquías llevó a Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Bahrein a retirar sus embajadores en Qatar durante un tiempo.
Otra fuente de financiación del Estado Islámico son las donaciones privadas de musulmanes que ven en el grupo un exponente del retorno a la pureza del Islam y una vanguardia suní frente al régimen de Assad, aliado del Irán chiita y cuyo núcleo lo forman miembros de la rama alawita del Islam. Buena parte de ese flujo de donaciones estaría siendo canalizado a través de Kuwait.
La paradoja es que el gobierno de la ultraconservadora Arabia Saudita no apoya el Estado Islámico, sino a grupos rebeldes sirios mucho más moderados. Claramente aprendió la lección de Afganistán, el crisol donde surgió una generación de yihadistas que llevaron la violencia de vuelta a casa en los años ’90. Nuevamente se alimentó un monstruo que ahora amenaza una región entera.
Por Jesús M. Pérez en Sesión de Control