Con Venezuela está sucediendo lo mismo que le sucedió a la intelectualidad latinoamericana allá por los años 70 con Cuba, cuando nadie osaba denunciar el rumbo castrense que esa revolución tomaba, frustrando la esperanza de toda una generación de latinoamericanos. Todos los intelectuales andaban en un silencio complaciente, temerosos de que cualquier crítica se fuese a interpretar como traición.
El distanciamiento y la crítica que, con valentía y soledad, escritores como Mario Vargas Llosa y Octavio Paz empezaron a tomar con el modelo cubano fue tratado de denostar y acusado violentamente por sus colegas del “boom”, y por varios otros, como conservador, “imperialista”, cercano a la CIA, y epítetos similares, con aquella fraseología dura de la Guerra Fría con la cual (ambos bandos del mundo) buscaban descalificarse unos a otros.
Si no estabas con Cuba, estabas con Nixon y Kissinger y el bombardeo a La Moneda. El mundo en blanco y negro. Una trampa maniquea, como sucede siempre con los blancos y negros. Solo los muy valientes y muy lúcidos se resistían a caer en ella.
Tuvo que aparecer Jean Paul Sartre desde Francia (del cual nadie podía sospechar nada, pues venía del propio PC francés) para denunciar lo mismo que Paz y Vargas Llosa: que Cuba era una revolución desviada y que el modelo soviético no era el cambio por el cual América Latina tenía que apostar.
Tuvo que escribir Sartre, con su ojo estrábico y su pipa, para decir que el mundo no era blanco y negro y que terceras opciones eran posibles, que la democracia probablemente estaba en los claroscuros.
Justo por esos años estaba publicando Sartre su segunda versión de la “Crítica a la razón dialéctica”, el alegato más agudo de esos años contra el maniqueísmo cerrado del materialismo histórico.
La sociedad por construir tenía que incorporar cambios económicos y justicia, desde luego, pero también libertades clásicas y derechos humanos clásicos (libertades civiles, prensa, reunión, etc.), las cuales eran consustanciales a la democracia. Ya no era Popper únicamente, sino Sartre, fuera de toda sospecha ideológica, diciendo lo mismo. Después vino en Cuba la persecución contra los homosexuales, el caso Heberto Padilla, y muchos otros. El resto es historia conocida.
Pues lo mismo está sucediendo con Venezuela. La revolución bolivariana de Chávez con su actual sucesor, Maduro, está derivando en una caricatura, en una pesadilla para su pueblo. El fracaso de la política tradicional venezolana de los años 70 y 80 debió haber sido sustituido por algo superador, no por este fracaso económico mayúsculo (a pesar de estar sentada sobre un mar de petróleo). Y lo que es más grave, con creciente violación a los derechos humanos.
En los últimas días se ha descubierto que, aparte de presos políticos como Leopoldo López y sus colegas, muchas decenas de estudiantes siguen encarcelados y existe una prisión que se llama “la tumba”, en la Sebin, en el centro de Caracas, que está 100 metros bajo tierra, donde muchachos universitarios están detenidos, en celdas con luz las 24 horas, para obligarlos a “denunciar”.
Hace dos semanas la policía disparó contra manifestantes, varios de ellos estudiantes y periodistas. En total, 41 venezolanos hasta ahora han muerto por enfrentamientos con la policía, la mayoría de ellos manifestantes, muchachos, en las barricadas.
Los raseros ideológicos no deberían nublar a la gente y provocar ceguera cuando se violan derechos humanos, venga de donde venga. Con la misma fuerza que hace ya muchos años salimos a la calle contra de la violación a los derechos humanos en los años 80 en Chile, en Argentina, en Uruguay (todos en América Latina tenemos amigos exiliados de esas cruentas dictaduras suramericanas), también tenemos que tener hoy la lucidez y valentía para indicar que Caracas no es hoy el ejemplo ni la solución de nada. Todo lo contrario.
La solución va por otro lado (por lo que ha hecho el Colombia de Santos, o el Uruguay de Mujica; por lo que han venido haciendo el Chile de Bachelet y la concertación hace varias décadas), es decir, por los países que han crecido económicamente, garantizando derechos humanos y libertades para sus ciudadanos.
Pero ¿adónde están los nuevos Sartre que le digan esto a una nueva generación de latinoamericanos que aún siguen embobados por los discursos ideológicos?
Jaime Ordóñez es director del Instituto Centroamericano de Gobernabilidad
Publicado originalmente en el diario Extra (Costa Rica)