Leer la novela Balseros del aire, (2014) del venezolano Abel Ibarra (Caracas, 1952) resulta poco menos que estremecedor. Si bien pudiera diferir sobre algunas marcas narrativas de su obra, debo reconocer dos aportes fundamentales a la nueva narrativa latinoamericana.
Una de ellas está referida al tratamiento del tema sobre el exilio visto desde la cotidianidad, eso que los europeos llaman sociabilidad y que se expresa en las pequeñas historias de seres aparentemente intrascendentes, que sin embargo adquieren, en el dibujo descriptivo de Ibarra, visos de trascendencia hacia una renovada forma de narrar eso venezolano que adquiere densidad literaria y se universaliza.
Y acá introduzco otro aporte que está referido a la fortaleza idiomática, ese español venezolano que en sus diferentes regionalismos se potencia y se hace consciente de una lengua dinámica, flexible y moderna que en boca de sus personajes, matizan, colorean las aventuras de unos personajes, entre reales y ficticios, que entre trago y trago colocan en un mismo plano narrativo tiempos y espacios que se desprenden de la memoria que fluye y se va ajustando a la dinámica escritural de un narrador que no tiene el menor interés en explicar dónde termina una historia y comienza la otra.
Si el escritor Adriano González León, maestro de la narrativa contemporánea y primero en mostrar la complejidad de los planos narrativos en su obra País Portátil, aparece mencionado en los Balseros… no creo sea por azar. Por el contrario, viene a ser quizá una deuda, una oculta y válida imitación de quien fue profesor y amigo de este excelente novelista venezolano.
El lector se enfrenta en las primeras páginas con el tema del exilio, de quien parte obligado por las circunstancias en un país donde hasta el olor de pinos huyó a esconderse entre lo más hondo de la venezolanía. Y hasta allá llega Ibarra para rescatar ese olor que es recuerdo, educación, familia y civilidad.
Si bien la historia se centra en unos cuantos personajes (el mismo Ibarra es uno de ellos mientras se escuda en un Pedro Pablo-Pier Paolo) quienes graban sus pequeñas historias, un fin de semana, en un apartamento cobijados por la tarde que se alarga en la noche. Mientras se van desprendiendo otras historias que calzan, se incrustan en la piel individual y aquella social. Esa donde todos cabemos pero que sin embargo, los tiempos del oscurantismo de sables y bayonetas pisotean toda libertad y todo progreso.
Mientras van pasando las primeras páginas, quizá un tanto tediosas, fáciles y redundantes, progresivamente la narrativa de Ibarra va cargándose de sentido merced al uso de un lenguaje denso, crudo, lacerante que desnuda el cuerpo y el alma. Cuerpo lacerado y torturado de Jesús María González (ese amigo del alma que todos hemos tenido) en aquellos tiempos de la Seguridad Nacional. Pero también existe esa otra tortura, tal vez más atroz, bárbara y cruel: donde aventado por la bruma de eso llamado neodictadura, esa del autoritarismo y el militarismo populistas, terminan por robarte hasta tu sentido de pertenencia al terruño, a la matria salvajemente vejada, un “país que quedó al arbitrio de un teniente coronel frustrado, ese pellejo prepotente que llegó al poder por un golpe bajo de la fortuna”
La historia en sí misma no parece tener fin. Ella gira alrededor de otras historias que a su vez se complejizan mientras fotografían la realidad de un país golpeado por un liderazgo político que siempre se aprovechó de sus ciudadanos. Esa realidad se refleja en personajes que muestran su particular vida segregada, en la aridez de pueblos y aldeas relegadas al olvido en los confines de un país que se fue formando con la mezcla de otros exilados quienes llegaron de otros confines del mundo, muchos de ellos trayendo como heredad solo sus recuerdos y una que otra maleta.
Hay un juego poético mientras Ibarra narra, describe los días de la niñez, de la juventud en la escuela, el liceo y la universidad. Son historias que suman personajes mientras la gastronomía paralela al paladar etílico dibuja ese otro lenguaje; ese de la comida que es lenguaje del olor y el sabor. O ese otro de los ademanes, de los gestos, de esa kinésis donde los venezolanos nos reconocemos mientras saboreamos ese pan universal, esa “reina pepiada” que es alimento espiritual en la lejanía del exilio. El país habla en boca de sus personajes, mientras acentúan su sentido de pertenencia en sus recuerdos: “Los orientales hablan rapidito porque se saben todo de memoria. La memoria está en el alma y ellos se la sacan con una exhalación escandalosa para demorar el fin del mundo.”
Ya antes Abel Ibarra publicó otros libros. Uno de ellos, Jorge Olavarría, historia de la baja pasión que lo condujo al knock out, (1990) así como Rulfo y el dios de la memoria, (1991) premio de Ensayo de Monte Ávila.
Este escritor egresado de la escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela ha ido construyendo un lenguaje que en modo alguno es complaciente. En momentos, y usando algún personaje, retrata la vida superflua, anodina y hasta decadente de un tipo de venezolano, muchas veces complaciente y hasta copartícipe de las desgracias de estos tiempos. Es demoledor cuando se refiere a la vida universitaria de muchos de los actuales burócratas del régimen: “Los ñángaras te venden la palabra como si fuera una bolsa de mercado para los pobres. Más aún, los marxistas son tan arrogantes (…) que los demás les parecemos unos imbéciles envenenados de ideología (…) o sea bróder, de falsa conciencia y se te quedan mirando como si quisieras robarle el aire a la bolsa del mercado. Y perdona si te jodí la parrilla.”
En ese anónimo apartamento en Miami los personajes se cuentan sus triviales historias hasta darse cuenta, que tanto historias como personas se van repitiendo entre rostros, perfiles, voces, gestos… pedazos de otros seres que se reconocen en una plenitud de la memoria que no deja de fluir, mientras desfilan nombres conocidos, como Susana Benko, Stefania Mosca, Lavinia Pinto. Es esta, otra manera de tener el país y su gente presentes, a la mano, sabiendo que ya el destino hizo un enorme agujero y separó todo. Pero queda la memoria. Lacerante, perpetua. Queda ese olor de pinos hasta donde regresan los pasos perdidos, por donde otros transitaron.
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