Pero la verdad es que aquellos cada vez son menos. Cada vez son menos los que meten su mano en el fuego por “la revolución” o por cualquiera de sus líderes. Cada vez son menos los que están dispuestos a dar la vida “rodilla en tierra” por lo que queda del proyecto del cual fueron, a la vez, protagonistas, instrumentos y carne de cañón. Es verdad, aún existe una conexión emocional muy poderosa entre el pueblo oficialista y Chávez, al que aún les resulta muy difícil responsabilizar de cualquier desafuero pasado o presente, o tocar ni con pétalos de rosas; pero eso no implica ni supone lealtad o entrega absolutas al “heredero” ni a quienes están hoy en el poder. De hecho, si algo es parte del “legado” son las coletillas que se han hecho comunes a cualquier expresión, cada vez más hueca valga decir, de adhesión al proceso revolucionario. Ahora no se oyen tantas proclamas sin bemoles. Ni las miradas ni las consignas son tan altivas o desafiantes como antes eran. Ahora se escuchan muchos “sí, yo soy revolucionario, pero esto no es lo que Chávez quería”, o continuos y lapidarios remates a cualquier defensa del poder que concluyen con un “pero es que Maduro no es Chávez”, y así.
Algunos no lo expresan de manera tan clara. Todavía no se atreven, aunque se les vea a leguas que la procesión va por dentro. El miedo, si lo sabremos los venezolanos, funciona aún muy bien como estrategia política, y todavía se siente. Más en los que dependen del poder, más en los que militan en las filas del oficialismo que en los que son de la oposición. Son aquellos los más asustados, los silentes, los que más pierden si hablan con claridad, y los que están continuamente bajo el filo de la persecución y de la represión, también implacables (aunque de ellas se hable menos) que se dan “puertas adentro”.
Hasta hace muy poco éramos los opositores los que en cualquier sitio público cuidábamos nuestras palabras. Éramos nosotros los que bajábamos el tono y la mirada cuando en un mercado, en un restaurante o en una bodega de alguna manera nos veíamos forzados a compartir nuestras opiniones políticas con los demás. Éramos nosotros los que tras liberar una crítica contra el gobierno mirábamos inmediatamente por encima del hombro para constatar que no estuviese vigilándonos algún esbirro que nos hiciera pagar el pecado de hablar de más. El miedo era solo nuestro. Ahora ya no es así. Se ha ido de nuestros pechos para mudarse poco a poco a los de los que, con menos fe y pasión que antes, aún visten los suyos de rojo. La realidad se ha impuesto al discurso y a la propaganda. Los “disociados” ya no son los “escuálidos”, sino los que nos obligan a sus cadenas de radio y de televisión para exigir firmas para protegerse o para vociferar fortalezas que ya no tienen.
El “heredero” ha desbaratado “el legado” (lo que sea que éste fuera) y se ha dado a la sistemática tarea de acabar no solo con el país, sino hasta con la confianza y con la lealtad “a beneficio de inventario” de las que gozó en un principio por haber sido ungido para regir nuestros destinos directamente por el ausente. Se ve en el empleado del tribunal que ya no te desprecia ni te trata con desdén porque defiendes “guarimberos”, se ve en el funcionario subalterno del SEBIN que no te aprueba pero tampoco te impide, como lo hacía antes, que le des agua o comida a cualquiera de tus representados cuando son trasladados; se ve en el “radical” en algún puesto de poder que ahora, aunque antes jamás lo hubiera hecho, te manda así sea con terceros un mensaje “de apoyo” o un “a ver cuándo conversamos” que te demuestra que ya las cosas no son como antes. Se siente hasta en el silencio atronador de los que antes, ante cualquier comentario crítico, saltaban prestos, virulentos y afilados a insultar o a atacar. Ahora callan, y solo a veces, más como propia afirmación que para defender lo indefendible, se les oye la réplica. Pasó que la verdad de nuestra grave crisis a todo nivel, aunque mucho les duela, ya no los esquiva. Les estalla en la cara, como a todos los demás, todos los días.
Si algún capital político tenía, que lo dudo, Maduro mismo lo ha dilapidado con saña y con torpeza. Nunca tuvo carisma, ni muchas luces. Siempre creyó equivocado que no le harían falta puesto que había sido una “santa palabra”, por la que muchos sí hubieran dado hasta la vida, la que lo había llevado a Miraflores; pero los genes políticos no se transmiten, no se heredan, se nace con ellos o no, y punto. Ahora es preso de sus propias limitaciones y del cerco que se dejó montar, desde las filas de sus correligionarios, contra sí mismo. La peor batalla que le queda no es contra la oposición, es contra sus compañeros, cada uno perdido en sus propias madejas y peleando para sobrevivir o para no ir preso, y contra sus seguidores… y la va perdiendo. Si las consecuencias no fuesen tan graves para todos, si los daños colaterales y las víctimas no tuviesen la magnitud que tienen, si el atraso en el que se nos está sumiendo no fuese de estas tan inmensas proporciones, sería hasta digno de lástima.
Por eso está allí, en muchos más de los que creemos, aunque a ratos imperceptible pero indetenible, ese cambio actitudinal en muchos oficialistas, esa mirada distinta hacia el otro, hacia el que hasta ayer no era un ser humano sino un “escuálido”, un “apátrida”, un “traidor”. Si es sinceridad o conveniencia, ya se verá, y eso depende también de cada persona y de lo que haya hecho o dejado de hacer contra sus compatriotas, pero el caso es que la realidad, terca, nos ha puesto frente a frente, al mismo nivel, como lo que somos: Iguales. Todos compartimos colas, desesperanza, pesares y la misma incertidumbre. Y también, lo estamos redescubriendo, tenemos los mismos sueños. En la oscuridad a la que nos han forzado brillan los hilos que han empezado a unirnos y a hacernos ver que, al final del día, no somos tan diferentes los unos de los otros… ni, necesariamente, enemigos.
@HimiobSantome