La democracia decae. Así lo sugieren desde hace algún tiempo el Club de Madrid, Freedom House y el National Endowment for Democracy, entre otros. Al concluir la tercera ola, hemos sido testigos de una paulatina “recesión democrática”, en palabras de Larry Diamond. La prolongada crisis económica europea, el resurgimiento de los nacionalismos y los partidos xenófobos, el fracaso de la primavera árabe y, como contraparte, la estabilidad alcanzada por diversas autocracias hablan de un clima global inhóspito para la democracia.
En América Latina es más que eso, sin embargo. La narrativa de los ochenta estuvo marcada por los derechos humanos y la transición. El argumento de los noventa fue sobre las democracias delegativas, iliberales e híbridas, construcciones conceptuales que enfatizaban la robustez de los procesos electorales, no obstante sus déficits en las áreas de derechos ciudadanos y separación de poderes. Ese lenguaje es hoy insuficiente: la noción de recesión democrática no describe la regresión autoritaria en curso.
Dicha regresión no puede comprenderse desconectada del efecto de precios favorables de la última década. A muchos gobiernos democráticamente electos, el boom de las materias primas les aseguró términos de intercambio históricos y recursos fiscales sin precedentes. Los usaron para aumentar la discrecionalidad del Ejecutivo, financiar máquinas clientelares de profunda capilaridad en la estructura social y extendidas en el territorio y, de este modo, buscar la perpetuación en el poder. Es paradójico que la prosperidad de este siglo haya dañado las instituciones democráticas más que la crisis de la deuda y la hiperinflación del siglo anterior. Eso invita a repensar la teoría.
La clave de este deterioro ha sido la reforma constitucional, un verdadero virus latinoamericano que no reconoce fronteras ni ideologías. Lo hicieron los de la izquierda, los de la derecha y los (mal llamados) populistas. Lo hicieron todos, y todos con el objetivo de quedarse en el poder más tiempo del estipulado al llegar al poder. De un periodo a dos, de dos a tres y de tres a la reelección indefinida. La regresión autoritaria se ha hecho así inevitable. Un presidencialismo sin alternancia no puede sino adquirir rasgos despóticos.
No es la reforma per se el problema, sino que la constitución se convierta en un traje a la medida del presidente de turno, un conjunto de normas con su apellido y escritas con su pluma. La pérdida de la neutralidad de las reglas de juego diluye la noción de igualdad ante la ley y erosiona la separación de poderes, el debido proceso y las garantías individuales, principios que le dan sentido a vivir en democracia. No sorprende entonces las subsiguientes restricciones a la libertad de prensa y la intimidación a jueces y fiscales independientes, prácticas frecuentes en la región. Es el menú completo de la manipulación.
La democracia es un contrasentido en ausencia del Estado de Derecho. Es difícil impartir justicia y proteger libertades y derechos sin una normatividad jurídica objetiva, neutral, impersonal y equitativa. Ni que hablar de la capacidad decreciente del Estado para monopolizar los medios de la coerción, cuya consecuencia inmediata ha sido la exacerbación del crimen organizado y la corrupción, síntomas gemelos de la degradación institucional.
Es casi un nuevo tipo de régimen político que ha tomado forma. En él, la corrupción es, justamente, el componente central de la dominación. Es mucho más que el acto ilegal de quedarse con dineros públicos. La corrupción hace las veces de partido político: selecciona dirigentes, organiza la competencia electoral y ejerce la representación—y, sobre todo, el control—territorial. Cristaliza de este modo la post-democracia latinoamericana.
El reto del futuro es que el ciclo económico ha cambiado. La desaceleración producirá un crecimiento más que modesto en los próximos años, y ello sin contar los serios problemas macroeconómicos de algunos países; Venezuela, Argentina y Brasil, en orden de gravedad. América Central tendrá desequilibrios en el sector externo por la disminución del subsidio de Petrocaribe y la merma de las exportaciones a Venezuela. El Caribe, a su vez sobre endeudado, sufrirá los aumentos de tasa de interés en Estados Unidos.
Las dificultades económicas pondrán presión sobre el sistema político. Si, además, el poder de las instituciones democráticas está diluido, la volatilidad macroeconómica bien podría derivar en una intensificación del conflicto social. Las voces que más se escucharán serán las de las nuevas clases medias, esos 70 millones de personas que dejaron la pobreza pero que son especialmente vulnerables ante cambios bruscos en la economía y el empleo. El gran desafío provendrá de la población joven, más educada que sus mayores pero también más desempleada. No es casual que ellos sean los más desafectados del proceso político. La frustración social podría generalizarse.
O tal vez no y, por el contrario, allí resida la gran oportunidad, la consecuencia no buscada (concepto acuñado por el gran Albert Hirschman) del boom y el clientelismo redistributivo. Ocurre que esas nuevas clases medias ya no quieren ser clientes, súbditos, piezas desechables de la maquinaria de la perpetuación. Son ciudadanos, reclaman sus derechos, detestan la corrupción, demandan calidad institucional, tienen voz y capacidad de acción colectiva, resisten la posdemocracia. Eso es lo que se ve en estos días en las calles de São Paulo, Caracas, Quito, Ciudad de Guatemala y San Miguel de Tucumán.
América Latina sigue siendo ella misma: poco Estado, un fragmentado sistema político, instituciones inexistentes y mucha, muchísima sociedad civil, cada vez más vibrante. Después de la ola bolivariana y tanta perpetuación habrá que volver a empezar. La buena noticia es que es en esas calles latinoamericanas donde soplan los nuevos y buenos aires democráticos del futuro.
Twitter: @hectorschamis.
Publicado originalmente en El País (España)