Es necesario poner en contexto el caso guatemalteco y hacer ciertos paralelismos con la situación venezolana, donde hace mucho parece que perdimos la capacidad de asombro frente escandalosos casos de corrupción y una impunidad criminal que le ha cerrado las puertas una y otra vez a la sola posibilidad de investigar.
Como dice el dicho, pasamos de Guatemala a “Guatepeor”, hoy en Venezuela quien denuncia es perseguido, quien protesta es encarcelado y quien investiga es destituido. Indudablemente marcamos profundas diferencias con todo aquello que signifique división de poderes y respeto a las instituciones. Eso quedó como una teoría abstracta, imposible de aplicar en un país donde el presidente no solo dirige el ejecutivo, sino que también legisla y hace papeles de juez.
La denuncia que le costó el cargo y mandó a la cárcel a Otto Pérez Molina se trata de una red de defraudación fiscal, donde se acusa a su exvicepresidente y unos cincuenta funcionarios más de haber recibido al menos unos 3.700.000 dólares en sobornos. Una cantidad irrisoria si tomamos en cuenta los 30 mil millones de dólares que se robaron de CADIVI a través de empresas de maletín. Comparativamente esos tres millones representan el 0,01% de lo robado en Venezuela en solo dos años. No es que no sea corrupción lo de Guatemala por tratarse de menos dinero, pero ver ambos casos a la par nos da una idea del nivel en el que nos encontramos.
Mientras en Guatemala la investigación fue encabezada por una institución independiente avalada por la Organización de Naciones Unidas, en Venezuela se han negado todas las solitudes de investigar el mayor desfalco que nación alguna haya sufrido sobre la tierra. La respuesta siempre ha sido atacar a quien denuncia y calificar la misma como un intento de golpe de Estado. La sola posibilidad de pensar en la participación de una organización internacional para garantizar independencia de la investigación es absurda, partiendo que todo aquello que vaya contra los intereses de la mal llamada revolución es catalogado como “intervencionismo”.
Allá los corruptos son encarcelados, aquí los premian con otro cargo y hasta les dan títulos nobiliarios. En definitiva, ser corrupto se ha vuelto la profesión más rentable para quienes escudados detrás de una franela roja y una consigna del Che se han convertido en los nuevos ricos del socialismo del siglo XXI.