Era 1981 en Argentina. Viola es presidente, un general. El régimen era brutalmente represivo pero débil. Las funciones y los cargos de gobierno estaban divididos en tres tercios, uno por cada rama de las Fuerzas Armadas. Ello incluía las tareas represivas, tanto como la distribución del botín robado en las casas de los desaparecidos. Era un incentivo para la fragmentación y la disputa que por supuesto quebró la cadena de mando.
El jefe del ejército era Galtieri, quien involucró a la fuerza con los contras nicaragüenses y en la guerra civil de El Salvador. Eso para que la Administración Reagan lo recibiera en Washington, el objetivo de todo funcionario que se precie de tal. Tuvo éxito, tanto que el entonces Secretario de Seguridad Nacional, Richard Allen, lo describió como “un general majestuoso”. Galtieri le creyó y ese diciembre removió a Viola con un golpe de Estado.
Además de politizadas, las Fuerzas Armadas eran ineptas. El gasto público estaba fuera de control, la inflación, persistente en los tres dígitos y la economía, en contracción. YPF tenía la exclusividad de ser el único monopolio estatal de petróleos en el mundo consistentemente en rojo durante el boom petrolero de los setenta. Para dar una idea del tamaño de la ineptitud.
La sociedad había comenzado a expresar su descontento. Ignorando el Estado de Sitio se formó la Multipartidaria, en demanda de “una transición democrática”, y el viejo músculo sindical volvió a las calles. Ante eso, Galtieri recurrió a una remanida estrategia: producir una crisis internacional para olvidar los problemas internos y cohesionar a la sociedad alrededor de su liderazgo.
Fue la guerra de las Malvinas, islas cuya recuperación era y es la reivindicación nacionalista más sentida en la historia del país. Con tanta majestuosidad y habiendo hecho el trabajo sucio en América Central, discurría Galtieri en sus largas vigilias bélicas que acompañaba con escocés en las rocas, Estados Unidos lo apoyaría, la flota británica no abandonaría el Mar del Norte y él podría convertirse en la mismísima resurrección de Perón. No sucedió exactamente así. El resto de la historia es conocido.
Galtieri es más que metáfora, a propósito de militares politizados e ineptos. Durante quince años, las disputas entre las instituciones militares, policiales y de inteligencia venezolanas han sido leyenda, ello sin mencionar las paraestatales, los colectivos armados. Buena parte de esas disputas es sobre el control de las rutas del contrabando y el narcotráfico, el botín de la ilegalidad. Maduro, sin embargo, culpa a los colombianos residentes en Venezuela de ello y ha procedido a militarizar y cerrar la frontera. La crisis internacional está en marcha. La foto de los puentes militarizados sobre el río Táchira evoca otra frontera, la del “Puente sin retorno” entre las dos Coreas. Que a nadie se le escape una bala.
Como Galtieri, Maduro produce una crisis internacional para (intentar) resolver alguna de sus múltiples crisis internas: acallar cualquier repercusión de la inminente sentencia a Leopoldo López; que la prensa deje de mostrar las colas para conseguir comida; declarar el Estado de Excepción total o parcial en Táchira y otras zonas cercanas, y postergar o suspender las elecciones del 6 de diciembre. Como se la mire, es una crisis que le conviene.
Pero Maduro va mucho más allá. La siguiente foto de esta historia es de esos mismos colombianos cruzando el Táchira a pie, con el agua en la cintura y sus enseres a cuestas, hombres, mujeres, ancianos y niños. Y la tercera foto es de sus casas rodeadas por fuerzas militares y con una gigantesca “D” pintada en la puerta, para indicar la orden de demolición. Casi un relato bíblico o la historia del fascismo, según se prefiera.
Esto diferencia a Maduro de Galtieri y lo asemeja a El Assad. El régimen chavista produce una crisis internacional humanitaria con desplazados y refugiados. La magnitud de esa crisis no es comparable a la de Siria, pero en materia de derechos humanos y crímenes contra la humanidad la cuestión no es de cantidad. Una expulsión colectiva no es una deportación para el derecho internacional. Los expulsados no lo son por su status inmigratorio, una condición individual, sino por un dato de su identidad, su nacionalidad.
Venezuela viola así normas del derecho internacional y diversos tratados internacionales, todos ratificados por las Naciones Unidas. Entre ellos debe destacarse la obligación de la comunidad internacional de intervenir ante masivas violaciones, principio aprobado en 2005 en la propia Asamblea General. Esto importa en relación al rechazo de Venezuela a tratar el tema en la OEA, siendo miembro actual del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, y contando con el apoyo de Brasil, entre otros, país que aspira a un asiento permanente en un Consejo ampliado. El sinsentido latinoamericano.
Con esta crisis Maduro también se ha cargado a Colombia y no solo en la OEA. Mientras es garante de un plan de paz entre colombianos, abusa de colombianos y tiene seis millones que residen en Venezuela, todos potenciales rehenes. Maduro debe ser neutralizado cuanto antes para evitar que la crisis humanitaria en curso se convierta en catástrofe, es decir, antes que su parecido con El Assad se acentúe. En Siria, el desplazamiento forzado de la población civil ha sido parte de la táctica militar usada contra los rebeldes y, como tal, un crimen de guerra. Tal vez para el régimen chavista también termine siendo eso.
Además, el régimen tiene muchos más rehenes, otros 25 millones de oprimidos ciudadanos venezolanos, sin derechos ni alimentos y victimizados por una criminalidad fuera de control. Al borde de una crisis humanitaria, ellos también son refugiados.
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