Es innegable que la llegada de los españoles al continente americano produjo muchos hechos trágicos y traumáticos. Pero, como si hubiera sido evitable que tarde o temprano se produjese ese encuentro de dos mundos; o como si con conquistadores de otra nacionalidad las cosas hubiesen sido armónicas y pacíficas; o como si las conquistas coloniales de otras metrópolis europeas en otros continentes hubieran sido un ejemplo de humanidad y benevolencia: se ha puesto de moda tratar a Colón de genocida –si se quiere usar el anacronismo, puede caberle más a un Cortés o un Pizarro que al Navegante-, o cuestionar la entera empresa del descubrimiento y la conquista no sólo de un modo descontextualizado, sino como si ese hecho no hubiese sido el acontecimiento fundacional de lo que hoy somos como pueblos y naciones latinoamericanos, resultado del mestizaje étnico y cultural, publica Infobae.
Dejando a un lado la polémica, no está de más volver a la historia y ver cómo en otras partes le hacen justicia a la maltratada figura de Cristóbal Colón.
Lo que sigue es la traducción de un artículo de la revista francesa especializada en historia Herodote.
El magistral error de Colón, el Almirante del Mar Océano
Por Marie Desclaux
Estamos a fines de la Edad Media. La cristiandad occidental está asediada por los turcos pero, fuerte y confiada en sí misma, sueña con nuevos horizontes.
Mientras que los portugueses se afanan en contornear África a fin de alcanzar el Océano Índico y el Asia de las especies, un navegante genovés, Cristóbal Colón (1451-1506), concibe el insensato proyecto de alcanzar Asia de un tirón, a través del “Mar Océano”, como llamaban al Atlántico.
Una juventud aventurera
Nacido en Génova en 1451, Cristóbal Colón es uno de los seis hijos del tejedor Doménico Colombo y de Suzana di Fontanorosa. El joven sueña con aventura y no tiene ningún interés en el comercio de lanas del padre. Se lanza al mar desde los 15 años.
En 1476, al ser atacado su barco por corsarios y hundido en las costas de Portugal, Cristóbal Colón nada hasta la costa. Se une a su hermano menor Bartolomeo, que tiene una tienda de cartografía en Lisboa, y se establece en ese país. Portugués por adopción, se casa con Felipa Perestrello, hija del gobernador de Porto Santo, una isla cercana a Madeira. Allí nace su primer hijo, Diego.
La juventud de Cristóbal Colón es conocida sólo a través de muy escasos testimonios. Hasta hoy, muchos investigadores sacan de esa etapa argumentos para sostener hipótesis más o menos extrañas sobre su lugar de nacimiento y sus orígenes.
Así el erudito y diplomático Salvador de Madariaga consagró en 1952 una frondosa biografía para demostrar que Colón venía de una familia de judíos portugueses establecidos en Génova. Otro portugués, Augusto de Mascarenhas Barreto, publicó una biografía igualmente larga en 1988 para “demostrar” que Colón había nacido en el Alentejo, al sur de Portugal… Por último, la ciudad de Calvi, en Córcega, presenta una de las casas herederas de la dominación genovesa como la verdadera casa natal del navegante.
Cristóbal Colón recibe de su suegro, un apasionado de la exploración marítima, mapas y documentos en gran cantidad. Hizo un buen uso de ellos y también leyó libros como, por supuesto, el Libro de las Maravillas de Marco Polo e Imago Mundi, una célebre obra de geografía del cardenal Pierre d’Ailly.
Un proyecto insensato
A partir de sus lecturas, Colón proyecta llegar al Asia de las especies navegando hacia el Oeste, el Poniente.
Navegante competente, pero demasiado imaginativo, estima que le bastarán unos quince días de navegación para llegar a China, entonces llamada Cathay, a partir de las islas Canarias. “Entre el fin del Oriente y el fin del Occidente, sólo hay un pequeño mar”, asegura a quien quiera oírlo.
Su proyecto les parece loco a la mayoría de los expertos de su tiempo. Estos últimos saben, por supuesto, que la tierra es redonda y gracias a Eratóstenes conocen incluso su radio. Están convencidos de que los marinos morirán de agotamiento antes de alcanzar la meta.
Tienen razón porque, en ausencia de un Nuevo Mundo, hubiera sido formalmente imposible para un navegante cualquiera de la época atravesar de un tirón el Océano Atlántico y el Océano Pacífico unidos. Pero ni ellos ni Cristóbal Colón saben que éste encontrará en su camino un Nuevo Mundo: el continente americano.
Su error debía haberle valido al genovés en el mejor de los casos un final anónimo, en el peor, una muerte trágica en medio del océano. Contra todo pronóstico, gracias a ese error… ¡cambiará la faz de la tierra!
Una reina entusiasta
Cristóbal Colón, testarudo, hábil y convincente, pone de su lado a los Reyes de España.
Fernando de Aragón e Isabel de Castilla acaban de conquistar Granada, poniendo fin a ocho siglos de presencia musulmana en la península. Vuelven ahora sus miradas hacia el mar abierto y reciben con benevolencia el proyecto que les es presentado por Cristóbal Colón.
La Reina se muestra particularmente entusiasta. Por las Capitulaciones de Santa Fe, le otorga el título muy prestigioso de Almirante, usualmente reservado a un miembro de la familia real. Le concede todas las tierras y las islas por descubrir, dándole al navegante el derecho de ejercer en ellas la justicia y cobrar impuestos en nombre de los Reyes.
Fortalecido por el apoyo real, el navegante puede al fin montar su expedición. Nada demasiado importante: tres modestas carracas o carabelas –dos con nombre de prostitutas sevillanas- y un centenar de marineros.
Sobreviene luego el descubrimiento inesperado de un Nuevo Mundo y una revolución en la Historia: por primera vez todas las sociedades humanas están en contacto.
Cristóbal Colón muere en Sevilla, a los 55 años, rico pero solitario, y persuadido de haber llegado a Asia y no de haber descubierto un Nuevo Mundo.