Novedad alguna reportan las declaraciones de quien funge como jefe de Estado, reiterando la posibilidad de un exclusivo golpe de derecha. Pareciera auspiciarlo, en la medida que no da detalles convincentes, objetivos y concretos que conviertan los comentarios en una sólida denuncia.
Semanas atrás, tuvimos la fortuna de hallar, a muy bajo precio, una breve pieza maestra de Alberto Navas Blanco, intitulada “El comportamiento electoral a fines del siglo XIX venezolano” (UCV, Caracas, 1998), que nos ilustra sobre varias de las argucias crespistas que, al promover la candidatura de Ignacio Andrade, generó simultáneamente las condiciones para que las fuerzas opositoras de los mochistas, se alzaran. El plan del caudillo, consabidamente frustrado, fue el de un regreso victorioso al poder al iniciarse el siglo siguiente, auspiciando la rebelión de una oposición también tentada por la fórmula.
Hoy, muy a pesar del ventajismo gubernamental, se sabe arrolladora la oposición en la venidera y cualesquiera consultas electorales, consecuente con su prédica democrática, por lo que una escaramuza de Estado no luce siquiera políticamente sensata. Paradójicamente, los felones de 1992 son los que se rasgan las vestiduras y, cultivando una tradición de los viejos autoritarismos que nos ahogaron – además – en la miseria, en el fondo la desean ora, para ahorrarse la vergüenza de una derrota que anunciará otras electoralmente decisivas en camino a la transición democrática, ora por la subyacente angustia de concluir un capítulo que puede cumplimentar la (auto) promesa de un exilio dorado.
La pacífica alternabilidad en el poder, a juzgar por el recrudecimiento de las amenazas presidenciales, no está inscrito en el ideario oficialista y, antes que admitir la pérdida de la confianza mayoritaria del país, prefieren escamotearla y victimizarse lo más urgentemente posible. Es el relato predilecto de conocida estipe, pues, valga la otra paradoja, los que se reclaman como demócratas participativos y protagónicos, según la jerga, sospechan y actúan ante toda genuina manifestación y demostración democrática de la ciudadanía.
Por lo demás, un rápido recuento de las peripecias políticas del siglo XX, nos conduce al interés y al afán de los gobiernos democráticos por desalentar y atajar todas las ocurrencias golpistas que pudieron aforar y, efectivamente afloraron, sobre todo en la etapa de un guerrillerismo que las estimuló en el propio seno de las Fuerzas Armadas. Ahora, paradoja final, es el poder establecido el que está empeñado en diseñar un enemigo actuante, según sus atolondradas conveniencias, tentando descaradamente al mismísimo diablo.