Las heridas abiertas de la avalancha de Armero treinta años después de la tragedia

Las heridas abiertas de la avalancha de Armero treinta años después de la tragedia

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Omaira Sánchez, la niña que murió después de quedar atrapada por las inundaciones – REUTERS

 

Hace 30 años, el 13 de noviembre de 1985, un volcán del centro de Colombia conocido como el Nevado del Ruiz, sumergió a Armero, una ciudad próspera de 50.000 habitantes, en un mar de lodo y lava. Armero era la capital blanca de Colombia, por sus cultivos de algodón. Las mujeres bordaban, los hombres cuidaban su ganado. Pero la avalancha, anunciada, porque durante meses las autoridades avisaron que el volcán iba a explotar y que lo mejor era evacuar, alcanzó diez metros de alto y arrasó con el pueblo entero y 25.000 personas. Tan felices eran en ese pueblo que todos los testimonios de sobrevivientes coinciden en un tema: vimos la fumarola, vimos las cenizas, vimos que el volcán se movía pero no nos fuimos, no creímos, publica abc.es.

No hay colombiano que no pase cerca de Armero y no decida entrar. Es rezar, es recordar, es respetar, es silencio, es camposanto. Treinta años han pasado y aún huele a mortandad. Hay guías turísticos que cuentan historias, milagros, recuerdos. Dos lugares sobreviven entre el pasto inerte: la plaza principal y una especie de santuario popular en el lugar donde murió Omayra Sánchez, la niña de 12 años que intentó mantenerse con vida tras quedar atrapada por una viga y cuya agonía fue transmitida a todo el mundo. A ese santuario van centenares de personas. Dicen que Omayra ha hecho milagros.

Pero ¿qué pasó con toda esa gente que quedó huérfana, viuda, perdida? ¿Por qué no han vuelto a vivir en esas tierras que al parecer se quedarán solas para siempre?

Uno de los problemas es que no existe ningún documento oficial que acredite a quién pertenecen las tierras del casco urbano de Armero, que se extendían por 380 kilómetros cuadrados. En un principio, los sobrevivientes intentaron delimitar sus terrenos, convertidos en plantaciones de arroz y en potreros para el ganado. Muchas tumbas fueron destruidas, y los predios, cercados. Algunos oportunistas compraron tierras por pocos pesos para después venderlas por mucho más. Y casi nadie reclamó, porque hacerlo implicaba abogados, y leyes son dinero. ¿De dónde iban a sacar plata quienes perdieron hasta la ropa que vestían ese 13 de noviembre?

Más triste aún ha sido escuchar, leer, ver qué ha pasado con los que sobrevivieron para contarlo. El diario El Tiempo, el de mayor circulación en Colombia, ha publicado varios testimonios.

«No quería vivir»

El de Juan Carlos, a secas, sin apellido. «pronto escuché la gritería de la gente diciendo ‘¡auxilio, auxilio, se vino la avalanchaaaa!’. De pronto se alumbró la calle. En las heladerías de al frente la gente corría para acá y para allá. Me subí encima de la cama y empecé a mirar por la ventana. En la esquina había una joyería y los vidrios se estallaron. Miré detenidamente y era un agua turbia, en la que veía carros, palos, piedras, gente, animales que iban saliendo por la calle hacia el parque. Pensé ‘Dios mío, se vino el agua, pero, esta gente que la arrastró, ya la suelta ahí en el parque principal». Tras contar cómo se hundió y volvió a salir y salvó a una pequeña que tenía ocho años, siguió. «Duré casi cuatro años con psicólogo y psiquiatra, porque ahí sí me empecé a enloquecer. Después de que supe que mi papá y mi mamá estaban muertos, mi novia estaba muerta, como 35 familiares más muertos, entonces empecé a decaer y no quería vivir. Tenía fisuras en el intestino de tanto barro y tierra que comí. Y pensaba ‘si no me morí a los ocho días, de pronto ahora sí’. Con el tiempo conocí a Maribel, mi esposa actual, me casé con ella por la iglesia hace 14 años y con ella tengo a mis dos hijos menores. Pensé que no iba a poderlo superar, hay momentos en que me da duro. Pero por esos cinco hijos vivo y soy testigo de una tragedia que enlutó a Colombia y de la cual, no sé cómo pude sobrevivir».

El de Cecilia. «A pesar de la visita y las advertencias previas de expertos, entre ellos varios japoneses, nunca se prendieron las alertas. Hacía un año el nevado del Ruiz, uno de los ocho volcanes que se ubican en la zona (Cerro Bravo, el Cisne, Santa Isabel, Páramo de Santa Rosa, el Quindío, Tolima y Machín) había reiniciado su actividad, después de varias décadas de silencio. Sólo le dijeron a la gente que se encerrara y se tapara la nariz. Nunca hubo alarmas. Los expertos advirtieron que el Nevado del Ruiz era un volcán y que había que tener cuidado con la población aledaña». «Mucha gente murió infartada. El lodo estaba muy caliente, y en las noches se sentía mucho frío. Mi sobrino Juan David era una sola llaga. No se podía acostar, ni sentar. A él le sacaron una cantidad de cemento de los oídos. El cemento se derritió en el cuerpo y muchos terminaron amputados».

Y lo más sorprendente. Francisco González, un sobreviviente que perdió a parte de su familia en la catástrofe. En 2010 él se inventó el proyecto «Niños Perdidos de Armero. Una causa que nos toca a todos» para intentar reunificar familias. «Empecé a recibir cartas. Al ver varias peticiones me dio por investigar y corroborar ciertas de esas historias».

Hoy en día Francisco lleva bajo su brazo una lista con 236 familias que buscan a sus hijos y los nombres de siete niños que buscan a sus parientes. Ya logró el primer éxito. Reencontró a un niño perdido de Bogotá, adoptado por holandeses, que figuraba en los registros como uno de los menores salvados de la catástrofe de Armero. Y ese es el principio de una gran tarea.

 

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