Los venezolanos de la frontera con Colombia se preparan para votar en medio de una situación política anómala, publica El País de España.
Por EWALD SCHARFENBERG / Rubio (Venezuela)
Laidy Gómez es la candidata nominal a diputada de la opositora Mesa de Unidad Democrática (MUD) en el circuito número 1 del Estado de Táchira, de cara a las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre. Hace algunos días, efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) la retuvieron durante dos horas en un punto de control cerca de la población de San Antonio. Requisaron su vehículo. Como llevaba unas muestras invalidadas del tarjetón electoral para instruir a sus partidarios sobre cómo votar en las elecciones, los efectivos militares le exigieron la factura de los impresos. “Les respondí que cómo me iban a pedir factura de un material educativo que reparte un organismo del Estado, el Consejo Nacional Electoral”, cuenta Laidy Gómez durante un receso de una gira por la población de Rubio, ciudad venezolana del Estado de Táchira. Solo la presión de los ciudadanos que presenciaban la operación, asegura, consiguió que la dejaran seguir.
Táchira se encuentra en estado de excepción. Esta provincia del suroeste del país, colindante con el departamento colombiano de Norte de Santander, se ha ganado el castigo del Gobierno central de Caracas. En febrero de 2014 fue el epicentro de las protestas sociales, llamadas guarimbas, contra el Gobierno de Nicolás Maduro que durante tres meses se extendieron a otras ciudades venezolanas y pusieron en jaque la gobernabilidad del país. Un movimiento que acabó con el líder opositor Leopoldo López en la cárcel.
Más de un año después, el 21 de agosto de 2015, el presidente Maduro ordenó suspender seis garantías constitucionales en cinco municipios de Táchira. La orden, cuyos efectos se prolongarán hasta el 21 de diciembre, se dictó después de un ataque armado cerca de San Antonio que el Gobierno atribuyó a paramilitares, y en el que resultaron heridos de gravedad dos oficiales de la GNB. También se decretó el gobierno militar sobre la zona, todo con el propósito explícito de combatir el llamado contrabando de extracción y el crimen organizado. Ahora los municipios de Táchira fronterizos con Colombia constituyen la Zona Militar número 1. Su jurisdicción coincide con la del circuito electoral número 1. Gómez, la candidata de la oposición, enumera las plagas que trajo consigo la militarización de la zona: denuncias de pillaje durante allanamientos sin orden judicial, merma del 75% de la actividad comercial y un virtual toque de queda que nadie reconoce, pero que la tropa se encarga de hacer cumplir.
Cualquier reunión de más de cinco personas debe obtener permiso de las autoridades militares. “En estos días los soldados interrumpieron una fiesta de bodas en Rubio con la excusa de que no se había pedido permiso”, cuenta la joven abogada, militante del partido Acción Democrática (AD). Dice que no sabe qué clase de escollos supondrá la medida para la campaña electoral que arrancó de manera oficial el 13 de noviembre. “Hay mucha incertidumbre”, admite.
Rubio, capital del municipio Junín, es un pueblo adormilado en las faldas de la cordillera andina, de 80.000 habitantes, que alguna vez alojó lo más granado de la industria exportadora de café. Hoy, los centenarios ingenios cafetaleros producen unos pocos quintales para el consumo doméstico, cuando no están simplemente abandonados. El sector sucumbió ante las masivas importaciones de café nicaragüense o brasileño que hace el Gobierno, receloso de los productores privados.
Rubio no es necesariamente el punto más caliente de la frontera, pero todavía así se encuentra bajo estado de excepción. Su alcalde es Yosbel Sandoval, un hombre fornido, parco y, aseguran sus colaboradores, católico militante. De hecho, milita en el partido socialcristiano, Copei. Aunque dice haber recibido quejas de maltratos cometidos por las autoridades durante las redadas de la llamada Operación para Liberar al Pueblo (OLP), prefiere ver el vaso medio lleno: al fin y al cabo a esas autoridades las ampara el estado de excepción. Con el coronel que comanda en la localidad ha logrado coordinar algunas actividades, entre ellas el desalojo de los comerciantes ambulantes del mercado municipal, una vieja aspiración de los lugareños. Pero eso sí, a la hora de las cuentas electorales lamenta que con el cierre de fronteras se hayan quedado del lado colombiano 10.000 personas, calcula, con cédula venezolana y derecho a votar el 6 de diciembre. “Cuidado y al Gobierno no le sale el tiro por la culata”, ironiza, “y ahora 10.000 chavistas disgustados votan en contra”.
El malestar campea en la zona. Un taxista se queja de que antes hacía varios viajes al día para llevar a pasajeros a San Antonio o Boca de Grita, puntos de cruce de la frontera. Ahora no lleva a nadie ni a comprar ni a trabajar en Colombia. A pesar del torniquete aplicado entre Táchira y Norte de Santander, los productos de consumo básico siguen sin aparecer. En cambio, la policía sigue incautando mercancía venezolana en la vecina ciudad colombiana de Cúcuta.
“Mientras el tráfico de mercancías continúa, ahora se le agrega el tráfico de personas”, dice el exdiputado Walter Márquez, que fue embajador del Gobierno de Chávez en India. Pero desde que rompió con la revolución, se convirtió en uno de sus más encarnizados críticos. Márquez asegura que militares y funcionarios del Gobierno controlan el paso binacional por las veredas clandestinas, que franquean a cambio de sobornos. Ya denunció ante la Fiscalía al presidente Maduro y otras autoridades por el decreto —ilegal e innecesario, a su juicio— de suspensión de garantías, y se apresta a hacer lo mismo, agotadas las instancias nacionales, ante la Corte Penal Internacional (CPI). “Estas medidas se tomaron para achacar a Colombia los problemas del país y limitar la actividad electoral de la oposición de cara a los comicios electorales”, asegura, pero también vaticina un bumerán político: “Lo que le viene al Gobierno es un tsunami electoral en la zona fronteriza”.