Piensa Ribeyro que, quizás, lo único que pueda devolvernos el gusto por la lectura sea la destrucción de todos los libros, y así creer, inocentemente, que partimos de cero. El problema es que los libros existen cuando ya alguien los ha leído. Y esa lectura es como un virus que va pasando de persona a persona aunque estas no tengan noticias del libro en cuestión. Entonces la conversación es una forma de contagio. Y me parece que a estas alturas de la vida eso sería imposible. Mi madre me dice, por ejemplo, que no sea tan quijotesco y, la verdad, ella no conoce a Cervantes ni al ingenioso hidalgo, pero sabe que a veces ando tras cosas que para ella son, simplemente, imposibles. De modo que ya la literatura ha edificado un mundo indestructible más allá de los libros.
Sin embargo, este deseo de comenzar de nuevo es típico de las sociedades arcaicas. Eliade sostiene que estas son rebeldes frente al tiempo concreto, cada cierto periodo pretenden regresar a sus orígenes. Siempre andamos, pues, en modo fundacional. Y de tanto fundarnos nunca hemos llegado a ninguna parte. La idea de que «naciendo de nuevo» saldremos del aprieto es tan absurda como la creencia del personaje de Burgess, Enderby, que se sentía curado con solo cambiar de nombre. Y ya vemos que nuestra sagrada revolución tiene una fe similar: del Congreso pasamos a la Asamblea, pero en vez de curarnos nos hemos agravado. Y ejemplos sobran. Y matan.
Pero nadie escarmienta en historia ajena. Quizás, por eso, Pino Iturrieta me dijo, en cierta ocasión, que la historia no servía para nada. Pienso en esto muchas veces. Recuerdo las «Prosas apátridas» de Ribeyro, en una de ellas dice que «hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería insufrible». De cierto sería una auténtica tortura, pero no estaría mal del todo. Lo digo porque pienso en lo conveniente de recordar, siempre, lo que es andar por ahí con la fatiga que deja saltar de cola en cola en busca decomida, y cuando algún sujeto descabellado diga que antes estábamos mejor, doblarnos de la risa.Es necesaria esta perenne recordación, ¡y bien que sea tortuosa!, para luego convertirse, eso espero, en un prejuicio válido, muy gadamerianoy adecuadamente certificado por nuestros padecimientos. Aunque quizás llevemos en nuestros cromosomas la carga genética del fracaso. Ya advirtió Hirschman esa perversa tendencia nuestra a la fracasomanía.Yel Síndrome de Nicodemo, es decir, ese deseo tan republicano de estar volviendo al vientre de nuestra madre para nacer de nuevo y hacer borrón y cuenta nueva, es una manera, también, de nunca empezar y justificar lo que jamás seremos. Y de nunca intentarlo, siquiera.
@EldoctorNo