La muerte de la revolución bolivariana deja al país en la miseria más trágica, inmerso en una pronunciada crisis moral. No se trató de una verdadera revolución sino de un intento fallido de instalar en el país una dictadura cívico-militar muy corrupta, intento abortado por la muerte física de Hugo Chávez y su reemplazo por un bufón inepto y pretencioso, quien llegó a creer que era un carismático reemplazo del sátrapa fallecido. Revoluciones requieren actores excepcionales y esta montonera del siglo XXI ha sido pródiga en patanes engreídos pero muy escasa en verdadero liderazgo. Más allá del palabrerío cursi con el cual asesinaron el silencio durante 16 años, solo se ven los restos del país: una PDVSA quebrada, servicios públicos colapsados, un país endeudado hasta el tuétano, sin credibilidad internacional y sin otros amigos que los forajidos del ALBA y uno que otro pedigüeño del Caribe en búsqueda de repeles.
Algo diferente es el chavismo, el cual no ha muerto aún pero se ha ido difuminando con mayor rapidez de lo que se esperaba. El chavismo es diferente a la revolución porque carece de substrato ideológico. El chavismo que aún vive en Venezuela y en la región es un sentimiento, no un movimiento. Tiene más que ver con la gratitud de venezolanos pobres y de líderes regionales quienes recibieron de Hugo Chávez grandes dádivas. Durante algunos años el dinero venezolano fue a parar, en inmensas cantidades, a los bolsillos de millones de pobres y de regímenes dispuestos a dar lealtad a cambio de esas dádivas. Hugo Chávez pretendió sacar a los pobres de la pobreza mediante limosnas y subsidios directos, sin atender sus causas estructurales. Pretendió darles casas a los pobres sin sacarles el rancho de la cabeza. Logró hacer creer a propios y extraños que estaba liberando a los pobres cuando, en realidad, todo lo que estaba haciendo era poniéndoles dinero en el bolsillo. Todavía mucha gente piensa en Chávez como alguien que logró combatir la pobreza exitosamente en Venezuela cuando la realidad es que, 16 años después de sus políticas de prodigalidad, hay más pobres que nunca en Venezuela y se han esfumado $2.3 millones de millones, un dinero que ya nunca regresará, buena parte del cual está en bancos extranjeros en cuentas de los burócratas del régimen y de sus amigos. La prodigalidad criminal de Chávez lo asemejó al padre irresponsable que gasta el dinero de la familia en farras con sus amigos y en repartir propinas y dádivas. Claro que los beneficiados por ello lo recordarán con gratitud pero, como el dinero se acabó y su condición no ha mejorado de manera permanente, se sienten ya defraudados y comprenden, demasiado tarde, que su escape de la pobreza fue una breve ilusión. La gratitud da paso al resentimiento en contra de quien les prometió lo que no podía cumplir.