En estos tiempos la discusión parece centrarse en la velocidad con la que se deben generar los cambios, en la calidad y en la profundidad de las eventuales transformaciones necesarias. Tal vez valga la pena dedicarle unos instantes a reflexionar sobre el vínculo de la paciencia y el rumbo, aspectos que intentan mostrarse de forma aislada pero que tienen indivisibles conexiones conceptuales.
Luego de tantos años de políticas equivocadas y ademanes autoritarios, de desmesurada dilapidación de recursos y de obscena corrupción, parece justo pretender que se de vuelta la página asumiendo que la etapa que viene debe ser sustancialmente mejor que la que se está dejando atrás.
Es inevitable, en ese proceso, que asomen las ansiedades y que todo lo anhelado se reclame con mayor vehemencia. La infantil idea de que todo se resuelve con un simple “chasquido de dedos” es, a todas luces, una gigantesca fantasía y es parte del tradicional pensamiento mágico tan enquistado en estas sociedades.
Cierta expectativa desproporcionada nubla la vista y se aparta de la realidad. Es pertinente señalar que esas esperanzas han sido intencionalmente alimentadas desde la política en temporada proselitista y no provienen de la típica ingenuidad de la gente. En esto tendrán que hacerse cargo de las promesas de campaña y de los desafortunados recursos discursivos utilizados para seducir oportunamente al electorado.
La existencia de condiciones generales preexistentes, bastante negativas por cierto, no contribuye demasiado complicando la marcha, obligando a usar la creatividad y agudizar el ingenio para sortear esos escollos que tampoco fueron suficientemente previstos, ni debidamente dimensionados.
En ese contexto, el debate sobre “gradualismo o shock” se ha instalado y parece que vino para quedarse. Algunos creen que los problemas deben extirparse de una sola vez, porque así se podrá evolucionar más rápidamente. Por el contrario, otros sostienen que hay que evitar significativos impactos de esas decisiones sobre la comunidad y afirman que los logros deben conseguirse de un modo progresivo y por etapas.
Es probable que en esto no se pueda ser tan absoluto. Los remedios para resolver ciertos dilemas deben estar dotados de contundencia y frontalidad, pero en otras ocasiones se requiere de una secuencia extendida. La mayoría de los ciudadanos parece preferir, en términos generales, una estrategia más pausada. Bajo ese paradigma piden eufóricamente paciencia e invitan a generarle espacio a los gobernantes para que puedan maniobrar en la coyuntura y abordar cada asunto sin la clásica presión de la premura cívica.
Sin embargo, un ingrediente central parece escapar a este simplificado análisis tan habitual, que pretende exhibir aristas de aparente racionalidad. Es cierto que se debe tener paciencia cuando el camino elegido ha sido el adecuado, porque es muy razonable que si se está avanzando en el itinerario acertado se reclame serenidad, inclusive cuando las expectativas no se estén cumpliendo en su totalidad.
Ese planteo es lógico pero solo cuando se peregrina por el derrotero apropiado. No puede resultar deseable jamás tener paciencia frente a las rutas mal elegidas. Si el gobierno no hace nada sobre una cuestión, solo gira en círculos o va en la dirección exactamente contraria a la deseada por casi todos, la paciencia es, seguramente, la peor de las actitudes.
Si alguien tuviera que viajar hacia el norte seleccionará la carretera que lo lleve hacia ese lugar. Si para lograr el objetivo final y llegar a destino se tarda un poco más o un poco menos, allí entonces cabe tener presente las circunstanciales dificultades y dotarse de una dosis de estoicismo.
Pero, siguiendo el mismo ejemplo cotidiano, si el norte fuera el fin último y se optara por viajar hacia el sur, se estaría transitando el tramo inapropiado. En esa situación la paciencia no suma y sólo hará que el objetivo se encuentre cada vez más distante. Cuando se tome nota del yerro, las chances de alcanzar el éxito habrán quedado a contramano.
Por eso es importante diferenciar situaciones y comprender que la paciencia debe permitir soportar con heroísmo los inconvenientes en el tránsito hacia el destino preciso, pero jamás puede ser una aliada cuando se ha fallado en la construcción del diagnóstico y todo se encauza en la dirección inversa.
Los gobiernos administran una infinita lista de disyuntivas. En algunos temas están bien orientados y saben adónde ir. Pueden dudar, pueden ser más lentos que lo esperable, hasta es posible que no encuentren las mejores herramientas o las personas ejemplares para lograr ese cometido. En esos casos, la paciencia es una virtud y es saludable ser tolerantes y otorgar mayores márgenes para que lleguen a destino en algún momento.
Pero en todo aquello en lo que, los gobernantes no encuentran la senda, cuando la quietud o el interminable zigzagueo demuestran desorientación, o peor aún, cuando se alejan del propósito, no corresponde tener paciencia alguna. Allí, la supuesta clemencia y comprensión se convierte en un disparate imperdonable. No se ayuda siendo cómplice de los desatinos, ni tampoco postergando los señalamientos frente a los desaciertos evidentes.
Aportar paciencia en esos asuntos que están prudentemente encaminados y en los que el tiempo es la variable para llegar a la meta parece muy atinado. Ser condescendientes frente al error grosero de los gobiernos, cuando es evidente que no dan en la tecla y deambulan sin brújula, o peor aún, cuando se recorre el rumbo opuesto, constituye una postura negligente y pone en evidencia una escasa inteligencia ciudadana.
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