El puente que aún divide a Venezuela y Colombia

El puente que aún divide a Venezuela y Colombia

Escolares, enfermos y demás ciudadanos colombianos y venezolanos cruzan cada día a pie el puente que separa ambos países. Camilo Rozo
Escolares, enfermos y demás ciudadanos colombianos y venezolanos cruzan cada día a pie el puente que separa ambos países. Camilo Rozo

Seis meses después del cierre de la frontera, el tránsito de personas en Cúcuta es limitado, el contrabando continúa y las relaciones diplomáticas marchan con lentitud, publica El País de España.

Por Ana Marcos

En el puente Simón Bolívar, construido sobre el río Táchira para unir Colombia y Venezuela, ya no hay concertinas ni barricadas, sino una valla con carteles que dicen: “Venezuela promueve la paz”. El mensaje, como el final de este punto terrestre que conecta los dos países, está vigilado por la guardia bolivariana y funcionarios de migración. Bajo una pequeña carpa, aseguran con su presencia constante que se cumpla el estado de excepción que decretó hace seis meses, el pasado 20 de agosto, el presidente Nicolás Maduro. Y deciden quién cruza y quién no.





Cada día atraviesan este paso en el departamento colombiano de Norte de Santander entre 2.000 y 2.500 personas a pie, según datos de la policía de la ciudad de Cúcuta, una de las más próximas a la frontera. En el extremo colombiano hay fuerzas de seguridad que vigilan que no se produzca ningún incidente. Este lado está abierto por orden del presidente Juan Manuel Santos. Unos metros más adelante, la situación cambia. “Se requiere el pasaporte”, dice uno de los funcionarios venezolanos. ¿A quiénes? “Los escolares y los enfermos pueden pasar, los colombianos con un permiso de trabajo o un billete de avión con el documento, el resto de venezolanos depende”. Tras varias preguntas, no hay una conclusión clara.

En la fila para acceder a Venezuela un matrimonio (prefiere no decir su nombre) intenta entrar a su país. Ella acaba de dar a luz por una cesárea y dice que necesita unos medicamentos, pero aunque tiene las recetas como salvoconducto lleva un buen rato de espera. Residen en Colombia y viven de la venta informal ambulante. Su marido le ha acompañado para asegurarse de que cruza. “He llamado a un conocido en la policía, se lo he pasado al funcionario y le han dado permiso”, cuenta. Tan sencillo como arbitrario.

La tasa de desempleo en Cúcuta es del 12,5%, según datos del Departamento Nacional de Estadística de Colombia que cifra el trabajo informal en la ciudad en un 69,1%, la más alta del país.

En este mismo punto, una familia de colombianos residente en la ciudad venezolana de Mérida intenta volver a casa. Llevan un carrito cargado de bultos. “Vamos a una competencia de parapente y necesitamos llegar a tiempo”, dice uno de los hijos. Tienen la doble nacionalidad pero hoy los funcionarios de migración de Venezuela les han pedido una visa especial para cruzar. “Paciencia, esperaremos a que pasen los escolares y lo volveremos a intentar”.

Son las 12 de la mañana de un viernes y aparecen ocho autobuses en La Parada, el pueblo colombiano que termina en el puente Simón Bolívar. Dentro van niños venezolanos que vuelven a casa después del turno de la mañana en colegios de Cúcuta. Viajan en vehículos financiados por el gobierno de Colombia hasta la mitad del puente. En ese punto se bajan y se suben en otros, esta vez con enseña venezolana. Así cada día en dos tandas. La caravana forma parte del corredor humanitario que permite el tránsito de estudiantes, con su carné correspondiente, y de enfermos con las recetas y los informes médicos sellados en un hospital de San Antonio de Táchira, la ciudad venezolana más cercana a la frontera. En el medio, una camioneta de la Cruz Roja, con cuatro voluntarios, ofrece asistencia de seis de la mañana a seis de la tarde.

Por cada ciudadano que intenta cruzar la frontera aparecen dos carretilleros que por unos pocos miles de pesos llevan los bultos. Otro par de motoristas que por 10.000 pesos (unos tres dólares) te cruzan. ¿Por dónde? Señalan hacia el río, es decir, por las trochas, los caminos ilegales que dibujan una frontera alternativa: la del contrabando. El exdiputado Walter Márquez, que fue embajador del Gobierno de Chávez en India, rompió con la revolución y se convirtió en uno de sus más encarnizados críticos. Márquez contó en una reciente entrevista que esta otra linde “está controlada por militares y funcionarios del Gobierno venezolano que la franquean a cambio de sobornos”.

En La Parada el negocio de la venta de productos venezolanos está en vías de extinción. El bullicio que salía de los almacenes y las casas que surtían a esta zona con cerveza, arroz, papel higiénico… de los vecinos se ha calmado. Ahora tienen una mayoría de mercancía nacional y, por tanto, los precios han subido. La misma suerte han corrido los conocidos como maneros, dedicados a la compra-venta de bolívares y pesos. En los puestos de madera donde se apostaban, ya no hay casi nadie y los que quedan ofrecen gaseosas y maní.

Desde que se produjera el cierre terrestre de la frontera (afecta a los cinco puentes oficiales), el contrabando entre Colombia y Venezuela se ha reducido pero no ha desaparecido. “Hemos destruido 18 trochas con retroexcavadoras para evitar el paso de vehículos”, explica el coronel Jaime Alberto Barrera Hoyos, comandante de la policía metropolitana de Cúcuta y responsable del operativo de seguridad durante la emergencia y de continuar con la vigilancia desde entonces. “El problema es que esta zona es muy porosa y el nivel de río en esta época es bajo, así que a pie se puede pasar por cualquier parte”. Las cuentas no oficiales que manejan los vecinos de la zona suman más de 200 caminos ilegales de paso. En los últimos seis meses, las fuerzas de seguridad colombianas han interceptado 19.785 toneladas de alimentos en toda esta zona, según cifras oficiales.

“Si bien hay problemas graves en esta zona, castigar el paso formal y oficial donde están las dinámicas legales, no era el mecanismo más apropiado”, dice Víctor Bautista, asesor en temas de la frontera de la Cancillería colombiana en referencia a la decisión que tomó Maduro cuando el pasado agosto se produjo un incidente en el que resultaron heridos tres militares venezolanos y un civil en un enfrentamiento con supuestos contrabandistas en un área fronteriza. “Se ha desmontado la plataforma de importación nacional, si los venezolanos cierran la frontera no tendría que haber paso de carga ya que requiere un proceso de reciprocidad. Es una reacción natural”.

Bautista asegura que “la comunicación con Venezuela no es nula” y que el cuerpo diplomático colombiano sigue trabajando en la zona, al mismo tiempo que remarca que les gustaría que “el Gobierno central estuviera más presente en la frontera para que las decisiones fueran más rápidas y eficaces”. Por el momento, explica que los portavoces son las autoridades militares venezolanas. “Hay una realidad política de no intromisión en asuntos internos y de respeto por la dinámica política de Venezuela”, continúa. “Lo que no separa la realidad de que hay una inestabilidad y polarización en el Gobierno venezolano que nos preocupa porque es nuestro vecino”.

El drama de los pimpineros

El operativo de seguridad ha afectado especialmente al comercio ilegal de gasolina. Los pimpineros (como se conoce a los vendedores de combustible por el nombre de la garrafa que usan, las pimpinas) cuentan que se han quedado sin trabajo. “Desde que se cerró la frontera, se agudizó nuestra situación económica”, explica Yuleima García, una de las portavoces de Sintragasolina, organización que agrupa a 1.300 de los 2.800 pimpineros de Cúcuta. Antes del 20 de agosto, el combustible llegaba a Colombia en coches que cruzaban por las trochas o directamente en garrafas transportadas a pie. El galón se cobraba a 4.000 pesos (1 dólar). Ahora llega menos y se ha encarecido, unos 6.000 (1,7 dólares), aseguran los afectados. Y las fuerzas de seguridad han iniciado una campaña de desalojo de las calles.