Relatar una cosa la hace real.
Decir que algo ocurre es hacer que ocurra.
Por eso deseo contar una historia: para salir de ella.
Sucede que por muchos años tuve problemas para orinar rápida y confiadamente. Es decir, me costaba un mundo expeler ese líquido caliente si no estaba completamente solo y tranquilo. Óigase: sin compañía y sin perturbación.
Eso marcó mi vida física y también sicológica. Su esencia fue el terror, mucho sudor frío. No podía orinar en sitios públicos y a veces ni siquiera en privados. Era una lucha contra mecanismos ingobernables dentro de mi cuerpo y mi espíritu. Esfuerzos agobiantes, heroicidad trágica.
Les narraré la ida típica a un baño público sin “cubículos” cerrados. Llegar, bajarse rápidamente el cierre, sacarlo y ligar que nadie entrara. Si entraba alguien todo el sistema urológico se paralizaba.
Ese bloqueo, ese dique, tenía que ver con el rechazo a constreñir los delicados tejidos urológicos y detener el flujo contra la voluntad. Eso duele mucho. Sudar un poco, pensar y tratar de no pensar en la inseguridad, en la falta de continuidad de mis acciones físicas. En ese momento había una suspensión de la obediencia de mi cuerpo al cerebro. No podía forzar mi vejiga.
Pasaba largos minutos, allí, con él que les conté en la mano, fingiendo orinar pero no pudiendo. Si había gente yo esperaba que salieran y me dejaran concentrarme solo. Como ustedes podrán imaginarse, muchas veces hube de retirarme sin hacerlo, de vuelta a una larga ronda de innings en béisbol o a una reunión donde deseaba estar más descargado.
¿Qué terribles acontecimientos habían producido esa imposibilidad? ¿Dónde y cómo se había gestado esa patología?
Mi hipótesis de entonces: lo ocurrido una noche, alrededor de 1985. Había una reunión en el apartamento de unos amigos: música, mujeres y tragos. Se acabó el hielo o algo por el estilo. Dos voluntarios salimos a comprarlo. Era una misión de rutina.
De vuelta bebimos dos cervezas. Estacionamos y al bajar, casi en un pensamiento simultáneo, a ambos nos provocó orinar en una apartada y oscura pared, a un lado del edificio.
Todo lucía inocuo, sobre todo porque la calle estaba sola y el orine se hundiría en una franja de tierra con grama. La sensación fue deliciosa, porque la impulsaba la urgencia y un poco también la vanidad de poder satisfacer los instintos en tanto se presentaban.
La delicia se desvaneció abruptamente. Una patrulla policial salió de la esquina. Sus dos tripulantes se bajaron como saetas. Uno hacia mi amigo, otro hacia mí, tenían linternas.
— ¡Epa, epa, quietos ahí!
A decir verdad, estábamos en actitud altamente sospechosa. Incrustados en la sombra, cercados por dos carros de lujo estacionados en la acera. El ver que orinábamos no nos ayudó mucho; el acercamiento fue hostil.
Yo contraje la uretra y esto provocó un dolor muy grande, pero dejé de orinar al instante y procedí a guardar el lesionado apéndice dentro del pantalón. Luego vino la humillación de ser registrado, contra la pared, donde justamente nos hallábamos segundos antes.
Mostrar la cédula de identidad, mascullar disculpas, escuchar las típicas amenazas (“Este como que duerme “encanado” esta noche”) o los sermones de rigor. Eso lo hizo más tortuoso. Las ganas de orinar se evaporaron.
Por supuesto no transcurrieron más que treinta segundos hasta que nos soltaron. Subí y olvidé.
Una nueva era
Al día siguiente fui a orinar. Sentí que el líquido se desplazó de la vejiga hacia la uretra, pero una fuerza irresistible ordenó cerrar el orificio final. El represamiento fue sorpresivo. Mi cuerpo estaba protagonizando un abierto desafío al cerebro.
Era como si un funcionario menor detuviera un pasajero que ya tenía orden presidencial de salida. Al principio una reacción violenta contra la insubordinación. Luego una percatación incómoda.
YO: ¿Qué me pasa?
UNA VOZ INSONDABLE DENTRO DE MÍ: Me da miedo soltar el líquido y después tener que detenerlo abruptamente.
YO: ¿Y porqué habríamos de detenerlo?
VOZ: ¿Por qué va a ser, Marco Aurelio? Por una irrupción súbita; una sorpresa ruidosa; la necesidad inmediata de evacuar el edificio, por ejemplo, o dos policías que surgen en la quietud de la noche.
YO: Es impredecible.
VOZ: Por eso prefiero esperar…
YO: ¿Esperar qué?
VOZ: A que no haya posibilidad de interrupción súbita.
YO: Pero eso es nunca.
VOZ: Correcto, yo apunto a que no salga nunca.
YO: Pero eso es absurdo.
VOZ: Precisamente, lo que tienes que hacer es no hacerme caso.
YO: No puedo.
VOZ: Entonces tendrás que convivir conmigo…
A veces en el fondo calmo y concéntrico de un excusado, mi mente se perdía en consideraciones sobre la energía del cuerpo y lo etereo de la mente. ¿Puede la mente más que el cuerpo, realmente? Yo, humillado, tenía que aceptar que no, o no siempre o no en mi caso. De cualquier forma, “no”, la palabra odiada por los optimistas.
¡Ay de mí cuando me hallaba en una fiesta donde había un solo baño público! A los pocos minutos de entrar comenzaban a golpear la puerta. Para quien orina normalmente esto es una leve basurilla. ¡Ah! Pero para mí…
Mi bloqueo aumentaba al sentir la mismísima posibilidad de interrupción. Una vez salí sin orinar, muy molesto conmigo mismo. Erré por jardines, vagué entre automóviles hasta sumergirme en el resquicio de un parque y escanciar el amarillento líquido con el placer de un sediento que encuentra un oasis del Sahara.
Luego de largos segundos en los cuales, no yo, sino ese censor rebelde que tomó por fuerza mi voluntad urinaria se percataba del murmullo de la soledad, entonces dejaba salir al viajero, abría agujeros en la tierra.
Y así seguí por largos años. Yo me posaba frente a la poceta o el urinario, miraba su blanca cerámica, cruzada por capas tenues de agua, su desagüe y sus placas metálicas desafiantes a la herrumbre.
En mis largos ejercicios de observación, había catalogado 27 tipos de tornillos; reescrito las leyes sanitarias de supervisión de baños públicos; entendido la mecánica de fluidos y quizá encontrado un auténtico confesionario y templo. Hubiera podido fundar una ciencia sobre grietas en la pared y a decir verdad sobre otras cuestiones escatológicas que ofenden el olfato.
Mi problema, al parecer, era psicosocial: un conflicto íntimo que se desató -y yo presumí que se resolvería- por una interacción social traumática. Mi propio análisis, sin embargo, era precario. Fueron días de incertidumbre y dispersión. Recuerdo divagaciones en plena exposición de la Universidad y mucho después inquietudes y temblores que espantaron algún muy buen prospecto femenino. Pedí ayuda.
Un diván o su equivalente
Nunca lo había hecho, pensaba incluso que era muestra de debilidad. Estaba equivocado. Ir al sicólogo fue pagarle a alguien para que me dejara hablar de mí mismo, para que permitiera o construyera una escenografía en la cual declamar sobre el tema, con total entrega.
Es una profesión inteligente y exitosa, por no decir muchas veces vampiresca.
Particularmente conseguí una muy comprensiva, calmada y aguda, aunque novata, recién graduada. Me la recomendó un amigo, que creo le gustaba. Su rama era lo que ella llamaba “psicoanálisis no-freudiano”. Ese “no” incluía desde análisis transaccional hasta principios de la Nueva Era.
Después de sesiones preparatorias, comenzó a construir un pre-diagnóstico. El punto inicial fue, sorprendentemente, mi signo zodiacal: Virgo. Para ella yo era un espécimen muy interesante aunque un tanto estándar: un racionalizador de sus propias culpas.
— Como nativo típico de esa Casa, tú tiendes a la más pura castidad, hacia la virginidad como ser natural. No lo puedes comprender, porque no te sientes así, pero actúa por debajo, ajeno a tu percepción, es la responsable de esa conciencia moral.
Ese era el lado bueno. El Mr. Hyde de la historia era un disoluto, un ser irresponsable que quería derribar todas las barreras. Un ser primitivo y carnal que se movía en las sombras. Disfrutaba el sexo con desparpajo y, perdonen la expresión, se cagaba en la virginidad de Virgo.
En la Constelación de Virgo -me dijo ella, por cierto- hacia ese cuadrante estelar, se encuentra la mayor acumulación conocida de masa en el cosmos. Los astrofísicos coinciden que, si es cierto que el universo se mueve, lo hace en esa dirección, incluido nuestro sol, nuestra tierra y nuestros globos oculares.
Según la doctora Virgo era un atractor aunque en este caso parecía ser de problemas. El Inquisidor célibe creó un mecanismo de culpa muy poderoso: culpar al sexo, no por el bloqueo, sino por la imposibilidad de superarlo.
— Es una represión a posteriori.
— ¿Un mecanismo de defensa o una preparación para la próxima?
— No lo sé… quizá ambas y ninguna.
Su estrategia era luchar contra esa culpa, lo cual implicaba por supuesto encontrarla primero, para derrotarla como quien frena la caída hacia un gran atractor.
Como medida preventiva más que curativa me dijo:
— Se hace indispensable restringir y racionalizar el sexo, sobre todo la masturbación, en aras de no irritar la uretra al punto de generar un miedo a que la constricción del orine sea por eso. Hay que derrotar a Virgo.
No estaba mal, como pieza, pero yo estaba impaciente. Cumplida penosamente varios meses, hube de abandonar ese celibato, más pronto que tarde a mi juicio.
Si como enseñan los psicoanalistas, develar el rostro de un monstruo nos hace inevitable enfrentarlo y a veces vencerlo, éste no era mi caso, porque produje el monstruo en mi mente y no me causaba el menor miedo.
— Eso se debe a que la causa del trauma no es el episodio policial.
— ¿No?
— Es un mero detonante.
El origen del bloqueo, para mi sicóloga cuyo nombre estoy en la obligación de callar como paciente profesional, estaba en una experiencia probablemente horrible que viví de niño y olvidé.
El psicoanálisis prometía largas e innumerables sesiones, por lo cual me pregunté con mucha seriedad si estaba dispuesto a someterme a tan larga agonía.
¡Qué vaina es esa!
Suspendí unilateralmente mi condición de paciente y decidí, un día, sin más, asumir de una vez por todas mi caso. Comprendí que el punto dramático del problema estaba en los primeros segundos del acto, no en la preparación previa. El bloqueo se daba no importa cómo estuviese el espíritu.
El primer viso de cura se dio por casualidad.
Estaba trancado, como siempre, tratando de hacerlo salir. Súbitamente recordé un compromiso que tenía, muy importante, para el cual no me había preparado. Mi mente se escapó del retrete, porque en esa reunión me jugaría el cuello. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y entonces el líquido salió en forma tersa, como si jamás lo hubiesen obstaculizado.
Pensé: “Ahora sólo me basta crear situaciones tensas artificiales y orinar fluidamente sobre un escalofrío”. Mi estallido de alegría (recuerdo que por exceso apunte el chorro hacia la papelera) fue, sin embargo, prematuro.
Al principio sí, quizá las dos primeras veces, pero como esos organismos que crean resistencia a los insecticidas, pronto los recuerdos angustiosos no funcionaron. ¿Por qué? Bueno, porque requerían un escalofrío.
El primero fue tan fuerte que funcionó la segunda y tercera vez, pero al tratar de angustiarse para generar un escalofrío terminaba con el mismo problema: cómo resolver el bloque con algo contundente, que no pasara de uno o dos segundos. Vuelta al principio.
Incluso me involucré en algunos eventos peligrosos para tener motivos, pero en general resultaba complicado construir una experiencia aterradora ante un espíritu resistente a lo artificioso. Ese escalofrío espinal, en el momento preciso, era un tesoro para mí.
Por otro lado, tomé algunas medidas, como la de orinar antes de salir o buscar sitios cómodamente solitarios, donde pudiese demorarme excesivamente sin que me encontrasen. No siempre lo lograba.
Una vez estaba muerto de las ganas. Era una importante reunión de negocios y yo llevaba quince minutos explicando sobre una pizarra. Tomaba mucha agua para refrescar la garganta y al sentir ganas no podía ir porque era un momento crítico, que se extendió por largos minutos:
— Convénzame de invertir los dieciocho millones -me retaba el cliente.
Estuve cinco minutos más aportando argumentos. Al alcanzar el tope de incomodidad pedí permiso y salí. Nunca supe si ya había convencido al inversionista. Llegué al baño y el bloqueo estaba en su máxima expresión.
No tenía tiempo ni concentración para producir un estrés y esta terrible represión me impedía angustiarme por algo tan obvio como la mismísima reunión en la que me hallaba. El sudor que ya poblaba mi frente se hizo copioso y las gotas eran una burla cruel: estaba orinando por mis poros. Allí, aprisionado, queriendo salir y no pudiendo, urgido por correr y ver si había convencido al anciano millonario.
Entonces vi una imagen. No sé como describirla pero lucía así: un barco anclado, dando tumbos cerca de la orilla, en un lago azotado por la tormenta. Atrás los nubarrones anulan el familiar atardecer de Aragua. El horizonte, condenado a un gris lunar, deja estallar una que otra explosión azul.
El cuerpo produjo un milagro accesorio: las ganas desaparecieron, de repente y aunque no pude sacar el líquido, éste pareció desvanecerse. Volví a la reunión y, mientras caminaba al podio, apunté mi dedo hacia el señor.
— Compre, no se lo pregunte más.
— Pero…
— Nada de peros ¿quién tiene un bolígrafo?
Vendimos treinta millones, pero todo fue suerte, lo juro.
La táctica agustiniana
Ese mecanismo casi bramánico me relajó mucho e hizo la vida muy llevadera. Permitióme transitar mejor los corredores tumultuosos de la vida social obligada. El fraternizar para poder vender el fruto de nuestro trabajo, amigo, eso sí es incómodo a veces.
Mi desideratum, para entonces, era una vida más silvestre, donde el baño estuviese en todas partes, sin puertas, con una vista clara del próximo visitante. Y preferiblemente ningún visitante. Era yo un “ludita” de los sanitarios.
Pero la liberación se hizo “arena y sal”, como dicen por ahí, para significar que se escapan de las manos no importa cuán fuerte las apretemos. El mecanismo dependía si acaso de las emergencias que lo activaban, no de un franco dominio del trauma, como mi sanidad mental requería.
— Doctora, la llamo de nuevo, no me basta con esa capacidad, necesito aniquilarlo por entero.
— Prueba estrategias, tú eres un hombre ritual.
— Pero no quiero terapias, ni sesiones.
— No te preocupes, no las necesitas.
Y en efecto ocurrió de nuevo sin darme cuenta. El freno voluntario del orinar tenía un grave problema: era incompatible con el hedonismo que guiaba mi vida por entonces. De modo que orinar era un objeto de placer y por tanto de deseo.
Vuelta a los escalofríos, o a la búsqueda de escalofríos, mejor dicho, aquellos mismos que electrizaban mi espina cuando entraba en alguna faena romántica. El bloqueo de la micción, por efecto físico de un trauma, era un caso psicológico extremadamente interesante para quienes lo han revisado, yo, una persona de conducta normal. No obstante, vivirlo ¡oh! era otra cosa, un tormento.
El deseo de derrotarlo también tenía causas prácticas: dolía ver tanto tiempo perdido confeccionando extravagancias del mundo de los retretes, contra mi voluntad, sólo porque bastaba salir sin orinar para que las ganas retornaran.
Un día me tocó una larga. Era el baño de una tía abuela, en La Castellana, ella dormía y mi tío también. Era una larga y hermosa tarde caraqueña. Pero yo no podía salir, preso y sudoroso tratando de expeler sin esperar y temer un dolor.
Allí me dije: “Bien, puedo estar aquí toda mi vida.” Y, sin darme cuenta, la reducción al absurdo funcionó, porque me imaginé el sin sentido de pasar hambre y sueño en ese baño, o en el de la Universidad Central, o de esas fuentes de soda en el centro, o de la propia casa que en todo caso sería más cómodo.
Por primera vez pude estupidizar el bloqueo, hacerlo más pequeño que la vida. Surgió el líquido, pareció extenderse por horas y el hedonismo tuvo allí su clímax.
Entendí que el secreto de mi problema estaba en el tiempo, en la consideración del tiempo. Cómo transcurre, hasta dónde sucede, cuánto dura el nombre de algo.
No era pensar el tiempo, sino sentirlo. ¿Cómo puede uno engañar a su propio cuerpo sobre la base de una actuación teatral? No, no se puede.
La comprensión no es uniforme. A veces llega por un ejercicio racional, sistemático; pero en otras oportunidades el entendimiento se da en un plano dérmico.
Ese entendimiento es profundo, porque nos pone a vibrar. Su vislumbre es clara, sin ruido, como quien observa en un día soleado y seco. Es una visión sincera. Ocurre y ya.
Y he allí mi gran limitación: la percepción del transcurrir del tiempo, como convicción inevitable del cambio perpetuo que nos rige, tenía que ser natural, no forzada, un estado de meditación para el cual -lo confieso- no estaba preparado.
San Agustín decía que cuando pensaba en el tiempo no lo entendía, pero que cuando no pensaba en él sí. Igual ocurría en mi caso, bastaba no importarme la situación actual, estar un poco fuera de mi mismo, para sentirme sumergido en el río temporal, el mismo que dio la clave a Sidharta.
De modo que era una muy compleja forma de percepción: una inconsciente, que desataba ese otro río, amarillo y desesperado.
No siempre funcionaba esta finura intelectual y, de hecho, dejó de dar resultados cuando su falta de contundencia se impuso. Vuelta al origen, pasé meses sumido en el bloqueo.
En una sesión intensiva, en un baño antiguo y semi olvidado en Nueva York, sentí de repente un vacío extraño al pensar: “Seré nada”. Es decir, no importa lo que haga o deje de hacer. Si me quedo aquí toda mi vida, aquí quedará mi cadáver. El orine salió al instante.
Angustia no agustiniana pues
No sé si era la angustia de buscar mejores cosas que hacer que contemplar grafitis frente al urinario o una auténtica aprehensión de la sensación de la muerte, del cesar, del instante mágico que contiene todas las edades y los afanes y las respuestas.
Nunca llegué a ese instante, sino a una especie de antesala, pero era suficiente para producir el “escalofrío supremo”, aquel que derrotaba toda malcriadez temporal. Esa sensación de la no sensación activaba la micción como si nunca hubiese sido afectada.
Ahora ¿estaba feliz? No. El logro de un “escalofrío supremo” es difícil, porque la vida en todas sus facetas conspira contra la idea de muerte. Nos vemos, al decir de Espinoza, “bajo el aspecto de la eternidad”, con la inconsciente y falsa convicción de la persistencia.
De modo que el ejercicio resultaba baladí si no se acompañaba con una sincera profundización, un aislamiento oscuro del alma, un corredor donde nos dirigíamos a toda velocidad hacia el fin de nuestros días. Esas fueron las conclusiones que elaboré y discutí por teléfono con mi psicóloga, o ex psicóloga o protosicóloga.
Probé la meditación y logré algunos resultados. Pero la meditación emulaba la vida y al final nunca conducía a la muerte. El “escalofrío supremo” hacía salir el orine al instante. Lo malo era que se convirtió en un desafío religioso y no tenía ni fe ni persistencia para una religión formal, mucho menos una informal con pretensiones terapéuticas.
El stress sexual dio resultados por un tiempo. Se trataba de imaginar un corto circuito, que es como una especie de muerte. El orine también salía, pero igual se trastocaba el mecanismo cuando no había concentración. Lo sexual también acarreaba los peligros del exceso: un flirteo con lo morboso.
Para mi doctora el gran atractor no cesaba en sus subterráneas maquinaciones. Me sugirió la creación de un personaje, una imagen didáctica para que mi estupidez se exacerbara y mi cuerpo recobrara la cordura.
Y como me dejó la responsabilidad de inventarla, yo creé a una señora gordita y de pelo negro, ajena a la humana compasión pero también a la vergüenza.
Su timbre de voz, de por sí, era humillante, como quien nos considera de un cociente intelectual menor de 20. Jamás conjeturaba: explicaba. Nunca argumentaba: describía.
He aquí un notorio monólogo, en un baño de hojalata en Río Chico, bajo un sol abrasador. Digamos, 40 grados a la sombra:
— OK, señoras y señores, bienvenidos, ahora vamos a orinar, dicho así de simple porque si hay algo fácil en este mundo mis queridos pitoquitos, es orinar, botar un liquidito por el huequito al final del pipí. Este acto natural, que viene por sí solo y nada lo detiene (claro, en individuos que tienen algún valor social, por supuesto), es insensible a cosas tan insignificantes como 40 grados a la sombra, a menos, por supuesto, que seamos ligeramente retrasados mentales.
¡Ja! Salía el condenado como un flujo efervescente y vencedor, entregado al suelo, a aquello que lo contuviese. Ese día oriné y sudé litros de agua, por cierto. El resto del tiempo, cuando hacía el pequeño acto de subestimación, funcionaba a la perfección.
Sin embargo, también la maestra se desvirtuó porque se hizo “maldita”, es decir, una inmisericorde predicadora, fanática, el disfraz del gran atractor y la venganza de Virgo: la derrota del sexo libre por la moral.
En mis largas correrías por los mundos del trauma, hube de crear innumerables subterfugios. A veces construía mentiras para poder darme la razón. Eran necesarios para proporcionarle algún sentido a las situaciones más extrañas, o al pensamiento sobre tales situaciones.
Mi imposibilidad era variable, caprichosa, dependía de circunstancias que no formaban un catálogo lógico aunque sí, con el tiempo, uno más o menos sistemático.
Hice una pequeña lista de lugares y situaciones en las que era propicio o no orinar:
MUY DIFÍCIL: Si hay botes de agua, remolinos en la poceta o grietas que dejaran escapar agua hacia el piso. Razonamiento: Si yo no tengo goteras luego estoy sellado ¿cómo puede salir de mí el líquido?
EN MENOS DE DOS MINUTOS: Cuando un almanaque de mes completo cuelga a la vista, porque me regalaba sin darme cuenta una consideración agustiniana del tiempo.
CASI NUNCA: Si hay una ventana que permita ser vistos.
INFALIBLE DE NOCHE: Rodeado de ídolos católicos, por aquello de la muerte.
JAMÁS: Con una puerta que no cierra bien o del todo.
AL RATO: Si se oía a lo lejos el mar.
— Tu rollo no es sexual -díjome un día la doctora. Es de naturaleza emotiva, pero individual. Es producto de un choque o de una caída.
Esas palabras me atormentaron y no las entendía. De cualquier forma despedí a la muy antipática gordita. Me dediqué, yo mismo, a hablarme de frente, a tratarme de tú a tú, a emplazarme. El punto que encontré fue el orgullo propio.
— Me precio de ser inteligente pero ¿lo soy? Pues no tanto como creía porque no puedo dominar el cuerpo con la mente. Es una lástima no ser como uno quiere, ni alcanzar aquello por lo que salivamos. Quizá la inteligencia no está o no nos sirve de mucho, como el dios de Epicuro: si existe se olvidó de nosotros. A pesar de nuestra superlativa capacidad para entender el pasado -o creer entenderlo, por supuesto-, es patética la capacidad de acertar el futuro.
Esa ironía magistral me dejó entonces con un mecanismo poderoso, que pareció derrotar el bloqueo, pero no del todo. El pensamiento surgió así: “Dios existe ¿no es así Dios?” Y al decir Dios un escalofrío plateado, rápido y lento a la vez, cruzó mis huesos y mi piel, para liberar el líquido una vez más.
Van Gogh decía a su hermano Theo, que al enfrentarse a su lienzo experimentaba “un principio de religión”. Mi ironía me trasladó, sin muchas armas tampoco, a la inefable antesala del Ser Supremo.
Eso fue fundamental para mi vida, pero pronto falló y estaba yo sin orinar pensando teología. Delicioso, pero ineficiente.
— Marco Aurelio, deja de engañarte a ti mismo. Nunca lo lograrás si no te enfrentas con el pasado. Los policías son meros detonantes.
— Pero proponga algo, estoy seco de ideas.
Y entonces sugirió aquello que me curó para siempre.
Bajar al pozo
La oficina de mi sicóloga era oscura, aunque con plantas y su dotación lucía contemporánea: un televisor, una PC, fotografías enmarcadas. Corridas las cortinas incluso emulaba un consultorio médico más que la guarida de un brujo.
Mi sicóloga no era muy ducha en hipnosis, incluso había ejecutado pocas -como después averigüé- y no se había formado una opinión seria sobre los resultados. Pero yo insistí, ya desesperado. Sus pacientes aceptaban sentir algo parecido al sueño, no muy espectacular y ella tampoco estaba muy segura.
La primera que funcionó fue en la mañana, en ayuno. Asistí a su consultorio muy temprano. La sesión duró mucho y fue inicialmente frustrante. Mi mente se rehusaba a entrar en fase mesmérica. La sicóloga intentó con la paciencia del experimentador.
Se apoderó de mí un relajamiento a ratos invencible. La sicóloga insistía en que estaba cansado, en que los miembros pesaban mucho. El peso y el “despeso” eran fundamentales. Hacía hincapié en mi comodidad. Estaba cómodo y relajado. Sereno y a la vez lúcido. No sentía ni los pies, ni el tronco, ni la cabeza, ni las manos. De pronto me olvidé del cuerpo.
Por instantes me sentí como una pequeña esfera de luz que flotaba en el aire, bamboleada por el viento, sin mayor voluntad sobre su dirección o velocidad. Lo único que sentía era un uso de mis sentidos y mis pensamientos, pero no de mi peso o de mis miembros. Al rato desperté.
Siguieron otras, cada vez más profundas y se repitieron más de lo que yo hubiera imaginado. ¿Resultado? Terminé tomándole un cierto gusto. Al principio se lograba una indudable ensoñación, aunque en realidad nada que no hubiera podido romper con algo de esfuerzo.
— Es el mundo de Morfeo -me explicaba mi doctora. El otro, el onírico es del dios Hipnos. De modo que “hipnosis” implica un estado de sueño del cuerpo, no de la mente, para que pueda estar activa y, cómo decirlo…
— Ingrávida -me permití intervenir.
— Exacto.
La mente que vuela, he ahí el quid del asunto. Imagínense un sistema tan eficiente como la mente, capaz de volar como una mota luminosa y dirigida. No contentos con poder tomar cualquier velocidad, resulta que nos es posible recorrer físicamente los tiempos dentro de la propia memoria.
Mi psicóloga (y he aquí una clave que facilitaría su identificación), desarrolló una terapia hipnótica de “mente voladora”.
Empezaba como un mero deslinde de lo consciente, vapuleado por la brisa. Poco a poco, a medida que uno colaboraba más, esta ruptura producía motas luminosas más definidas y permitía ejercer más voluntad sobre su trayectoria y aceleración.
He aquí una inducción de la fase media:
— Estás cómodo, los brazos pesados que caen por sí solos. Poco a poco dejas de sentir la columna vertebral, las piernas, ya incluso la cabeza no se siente. Estamos flotando, no pesamos… qué cómodo. Ahhh. Qué rico. No hay cuerpo, sólo mente, la mente flota porque el cuerpo está dormido. Sin ese voluminoso teatrino de ochenta y cinco kilos (estás un poco gordito), sin esa armazón de hueso y piel, la mente se puede desplazar por las distancias y los tiempos. Uuuuu. Qué cómodo. Por favor, Marco, voltea ciento ochenta grados. A tus espaldas hay un corredor, largo, el fondo sumido en negra noche. Ese corredor llega hasta las riberas del Orinoco, pasando por los Valles de Aragua y La Victoria. No tienes que caminarlo porque la mente, que es un globo incandescente con tu rostro en él, se desplaza como volando, a una velocidad que el cuerpo sólo sueña.
De allí no recuerdo nada, excepto que una fracción de segundo después ya estaba despierto.
Mi doctora tenía la mano en el corazón y su rostro revelaba un choque que me era imposible entender. Fue mi primera “regresión con la conciencia oscurecida”.
— Estuviste siete minutos en estado inconsciente, una especie de salida por fin. Tu voz me heló la sangre, más aun lo que dijiste.
Yo me había asustado: “¿Y qué dije?”
— Primero cosas muy extrañas, Marco, el nombre Temístocles repetidas veces, una tal Raquel de nombre torcido, algo sobre un secreto en las olas. Yo estaba muy asustada, apenas pude escribir. Luego dejaste de hablar y comenzaste a emitir una especie de reverberación interna, que sólo después de mucho se hizo audible. Hablaste de la fiesta en una finca, eso sí lo entendí muy claro. Humo, amigos jugando, una cerca “con fallas”. Luego comenzaste a decir: “No tía, no”, con cara de persona que quiere razonar pero ojos muy cerrados. Volviste a Temístocles, al cual le agregaste, “de Burgodea”. Entonces ocurrió, Marco, lo verdaderamente escalofriante.
— Qué pasó…
— Apretaste mi brazo y dijiste, con pavor: “¡Me muero!”
Te intenté despertar y seguías diciendo: “Me muero”, ya incluso en un tono más despreocupado. Hice un chasquido al azar y despertaste. No supimos más de eso por un buen tiempo.
Yo estaba muy excitado. En sesiones posteriores, inmediatas a mi solicitud, el grado de inconsciencia aumentaba e igual así la distancia recorrida por la mente ingrávida dentro de mi propia memoria. No obstante, no llegábamos al hecho, al punto, al meollo. Hasta un día en que sí llegamos porque apareció el recuerdo con plenitud de detalles.
Quién es quién, qué es qué
Poco a poco se fueron desenredando ciertas marañas, aunque se complicaron otras. Lo de Temístocles de Burgodea tenía que ver con el personaje de un cuento que leí a los nueve años. Era un alquimista, mago de una corte medieval, que pregonaba la “mecánica corporal”, es decir, el cuerpo como engranaje de mecanismos internos y no divinos. Un hereje.
La “Raquel de nombre torcido” era una niña que tenía un collarín de accidentada. Cuando me dijo por primera vez su nombre a mi me pareció que el nombre salió doblado, siguiendo la trayectoria curva de su cuello malogrado. Su rol en mi trauma parece ser cero.
El secreto de las olas es una filosofía, acaso oriental, de la que aprendí cuando adolescente. Reza así, más o menos: las olas no sólo llegan a la orilla, sino que se retiran de ella. Por tanto, todo viaje hacia el futuro de nuestras vidas también lo es hacia el pasado. Cada movimiento hacia los demás es uno dirigido también a nuestro yo. Su relación con el bloqueo aun la estoy buscando.
Lo de la finca fue más difícil de ubicar y hube de indagar con mis padres. La tía permaneció en la oscuridad interpretativa.
Las sesiones se sucedieron y la doctora las grababa.
Es terrorífico, lo juro. No sólo porque la voz no suena nuestra sino porque no es nuestra.
La pequeña grabadora de mano yacía íngrima, sobre un papel blanco. El casete, accionado, reprodujo entonces una sesión por demás inquietante y de la cual nada recordaba.
— Sí, estoy por fin en un lugar… -dije con una voz que no era de este mundo.
— En un lugar agradable, oscuro pero confortable y tú sigues muy pero muy cómodo, acostado, dormido. No tienes cuerpo…
— Ojalá no tuviera cuerpo porque flotaría sobre el agua.
La conversa fue larga. A ratos era un monólogo semi coherente y, después, súbitamente, como salida de un volcán, la voz se tornó en un grito desgarrador:
— ¡No tía, aquí no, así no!
La psicóloga intentó despertarme y entonces volví a asirme desesperado a su brazo:
— ¡Doctora, gente de la fiesta, me ahogo!
Desentrañar estos misterios tomó su tiempo, pero ya no los aburriré más. Indagamos con familiares, libros, fotos. Las sesiones se concentraron en la tía y en el ahogo. Una vez desperté desesperado del estado mermérico, a pesar de estar muy profundamente inconsciente.
— Así sería tu tensión, Marco. -Se asombraba mi “shamana”.
Después de estos episodios intensos ella dio su veredicto, que junto a mis propios ajustes, se expresa así:
Tres meses antes de cumplir dos años, mi tía me llevaba en el carro. Me dieron ganas de orinar y le pedí, en mi lenguaje babélico, que me ayudara porque estaba fuera de mi casa y, sobre todo, lejos de mi mamá y no podía resolver el problema.
— ¡Pipí, pipí! -grité.
Ella, inocente, detuvo el carro y llevóme a un claro de la carretera. Bajó mis pantalones y me colocó en posición idónea para lanzar el chorrito. Pero ¡oh! ella ignoraba que yo había sido entrenado durante seis meses (una cuarta parte de mi vida) a orinar sólo en la bacinilla. No en el suelo, jamás en la cuna, anatema en los pantalones. ¡En la bacinilla!
Yo no pude orinar y balbuceé que nos fuéramos. Mi tía interpretó que había sido un capricho y retomó el camino. El resto es historia.
Sin embargo, en todo el acto de regresión se colaron otras cosas que ¡vaya Dios a saber! si tienen o no relación. A los ocho años asistí con mis padres a una fiesta. Era una finca que colindaba con el majestuoso Lago de Valencia. El día lluvioso había dado un receso.
Frente a la casa esta gran masa de agua no se veía claramente por una gran cerca tapizada de matas. Había mesas en la grama y mis padres junto a otros invitados conversaban animosamente. Guiados por un movimiento browniano, decenas de niños correteábamos entre los manteles, pocos hacia la cerca.
Yo me alejé del grupo y contemplé un agujero en la cerca bien mimetizado por las enredaderas. Me acerqué al entramado y pude ver el artificio que el azar lograba: parecía cerrado, pero incluso las grisáceas aguas se dejaban traslucir. Crucé aquel orificio y, como si hubiese atravesado una pared, pronto estuve del otro lado y el sonido de voces y copas se desvaneció. Frente a mí otra barrera, natural, alzaba sus frondosas ramas y me impedía ver el lago en su extensión.
Bordeé los arbustos y pisé una especie de playa. Había una mata de palma y el contacto del agua con la costa estaba tapizado por un alga babosa. Comenzó una brisa fuerte. La superficie del lago se erizó e igual así mis vellos. La vista era bella y poderosa.
Hice equilibrio sobre unos peñones y caminé hacia un muelle natural. En pocos segundos comenzó a llover. La lluvia fue tan fuerte y repentina que perdí momentáneamente la orientación hacia la cerca. Tampoco me pareció mala idea mojarme e incluso meter mis zapatos en la orilla del lago.
Pero ¡ay de mí! que al tratar de abandonar el muelle natural pisé un tronco hueco y colapsó la estructura por completo. El promontorio, precario sin parecerlo, se precipitó al agua y yo caí de bruces. Mi sensación fue de terror, porque el agua estaba muy fría y la visibilidad adentro era nula.
Al emerger ya no sabía donde estaba y comencé a ahogarme. Me agité desesperadamente pero eso empeoró las cosas y en un momento dado me pareció girar sobre mi eje y no ver tierra alguna. La brisa helada, una corriente o un aleatorio movimiento de mi nadar aturdido, me empujó a unas ramas que me permitieron sujetarme y, luego, trepar semi ahogado a un borde de pantano.
El esfuerzo fue tal que casi me desmayo. Mi madre me buscaba preocupada, creyéndome dentro de la casa. Cuando salió al jardín el pequeño ciclón se había transformado en una llovizna y aparecí yo, empapado, pero impertérrito. Por dentro lloraba y jadeaba, pero por fuera no dije ni una palabra al respecto.
Para mi doctora, yo había deformado ese hecho, haciéndolo ver como el recuerdo difuso de un chapuzón fallido, cuyo cenit fue el susto de confundir un tronco con un caimán. Al recordar y entender lo sucedido, pude resolver problemas colaterales que jamás sospeché que tuviesen su germen en ese mal paso. Por ejemplo, mi extrema temeridad en el mar se aplacó bastante desde entonces, porque recordé que surgió precisamente del terror de ahogarme.
El agua arrasa el dique, pero también el pueblo a sus pies
De modo que aquel evento simple de rompimiento de normas, aquella generosa invitación a mear frente a una autopista, fue mi primera malinterpretación y me produjo una latencia que explotó cuando los dos polizontes nos asaltaron. Saber eso y conjugar un poco lo mejor de la terapéutica aplicada, me devolvió a la normalidad urológica y a una vida con otros inconvenientes, sí, pero otros.
Nunca más tuve sesión sicoanalítica o hipnótica. Ahora soy amigo de la psicóloga e incluso la he asistido en sesiones mesméricas con terceros.
Orino cuando quiero, incluso cuando no tengo ganas. Podría hacer una competencia pública de orinar más fuerte, por más tiempo o con el chorro más certero, aunque no lo haga. Abandoné por completo la investigación científica del mundo de los sanitarios.
A pesar de mi liberación, extraño con vehemencia el bloqueo, porque produjo en mí grandes transformaciones y descubrimientos. Al contar esta historia he salido de ella tan enteramente que la extraño, extraño sus momentos e incluso su sobrecogedora tensión.
Vuelvo a mis consideraciones “baño adentro” y las encuentro triviales, sin la profunda carga que tuvieron entonces.
Mas son cosas que pasan. Es menester enfrentar grandes obstáculos para clamar heroicos trabajos. Quizá es necesario desafiar lo más fuerte y terrible de nosotros para poder descubrirnos en todo nuestro esplendor. Pero no podemos vivir las historias para siempre.