La serie no es historia ficción. Los hechos son como se leen en los libros. De ahí que también en la pantalla España pierda la Guerra de la Sucesión Española y triunfe en la guerra contra la Francia napoleónica, por citar dos ejemplos. Cada puerta que se abre lleva a un tiempo diferente y a una escena que lo captura. Es una foto que lo recrea, no que lo modifica.
De ese pasado el ministerio recluta sus agentes, verdaderos guardianes del tiempo. Hasta Diego Velázquez es seleccionado, a quien se ve dibujando el retrato hablado de dos agentes franceses infiltrados en Madrid para cambiar aquella victoria por derrota, nótese. Una imperdonable subutilización de tanto genio—¡el gran Velázquez puesto a dibujar identikits de sospechosos!—pero así es la tele. Al menos le permitieron finalizar Las Meninas antes de traerlo al siglo XXI.
Es que el arte de Velázquez detrás de una puerta evoca otra puerta: la de la bóveda de Lula en una sucursal del Banco do Brasil en São Paulo. Ello por que, al abrirse, Lula también nos lleva al barroco, pero de un crucifijo del siglo XVI indebidamente apropiado. Había desaparecido misteriosamente durante el traspaso del poder a Rousseff.
En la serie, las puertas conducen al pasado y permiten regresar de él, pero jamás llevan al futuro. “El tiempo es el que es”, dice el Subsecretario. Es una buena metáfora latinoamericana, por las semejanzas tanto como por las diferencias. Aquí y ahora el tiempo también es la variable central de la narrativa, solo que en este lado del Atlántico viene acompañado de la deliberada intención de controlarlo como un objeto, estirarlo, resistir su implacable desgaste. Intento estéril, es la ficción del poder eterno.
Para Lula, las puertas de su ministerio deben conducir al futuro obligadamente, una fuga hacia delante para lograr una improbable supervivencia. Es la tragedia de la perpetuación que lo arrastra hacia abajo. Detrás de la perpetuación—sea de una persona, un matrimonio, una familia o un partido político, como en el Brasil del PT—siempre se oculta la inevitable necesidad de controlar el tiempo, de hacerlo indefinido. Es como ese monumento a Chávez con la inscripción 1954-?.
En la íntima relación entre el tiempo eterno y el poder, yace la corrupción. El PT no es el único caso pero lo ilustra bien: la corrupción es mucho más que la apropiación de bienes públicos. Es un régimen político, el componente central de la dominación. Es la corrupción que selecciona dirigentes, organiza la competencia electoral, ejerce la representación y el esencial control del territorio.
Por supuesto que además financia campañas electorales. Brasil es el ejemplo más acabado de ello. Era todo bien sabido y desde hace tiempo, recuérdese a Dirceu y el Mensalão, solo que entonces la economía crecía y la oposición no estaba organizada. Ambas condiciones han cambiado, además del hastío creciente de la sociedad.
El problema es que la corrupción refuerza la búsqueda de la eternidad, no por ideología, tantas veces declamada, sino por supervivencia. Fuera del poder, los riesgos son demasiado altos. El desafío para la reconstrucción democrática de América Latina es quitarle la política a la corrupción. No será tarea sencilla.
Y, al final, allí aparece Lula buscando inmunidad como Jefe de Gabinete de Dilma, el mismo cargo de Dirceu en su propia presidencia. Obligado a alargar la sombra del futuro tanto como sea posible, en realidad Lula está a cargo del ministerio del tiempo. Ello en un pacto en el que ambos han decidido encadenar sus destinos al ancla de ese barco a la deriva llamado PT. Si el ancla cae al mar, allí terminarán, tan juntos como concibieron esta estructura de poder hegemónica.
En ese caso, habrá sido un pacto suicida entre la presidente y su ministro del tiempo.
@hectorschamis