Han pasado apenas semanas de la visita de Obama a Cuba. Las lecturas requeridas son tantas de este histórico encuentro que aún se precisa de más tiempo para decantar las ideas entorno a la verdadera significación política y su indiscutible trascendencia.
Poco más o menos, este suceso logró en las relaciones exteriores de ambos países desanclar una anacrónica visión dogmática que no tiene correlato alguno con la realidad actual. El mundo dista mucho de vivir los escenarios lejanos de la guerra fría. Hoy son otros los desafíos.
Frente a la actitud maniquea y dicotómica se impuso el diálogo y el entendimiento. El intercambio cultural y económico sirve, y esa es la apuesta, más a los intereses en conjunto que una diplomacia basada en las hostilidades. No hubo espacio para que las diferencias y los puntos discrepantes minaran un encuentro signado por la civilidad y la razón.
Las cacofonías y los parloteos cedieron paso a discursos donde el civismo no perdió la ocasión de señalar los desafíos a vencer: Por un lado, una política exterior belicista, expansionista y hegemónica; por el otro, un proceso político despótico, antidemocrático e insolvente.
El cruce, encuentro o choque de las ideologías en contraste fue sin lugar a dudas el plato fuerte de la escena.
El socialismo como un ideal político no fue cuestionado en su alcance ético en procura de la justicia. Sí, empero, su concreción en una práctica devenida en un socialismo autoritario, eco del viejo socialismo soviético que constriñó libertades públicas.
Cuba demostró que es ejemplo de una sociedad petrificada en ideas y castas de poder que aún subsiste a modo de monarquía caribeña. En cuanto a su modelo de producción “socialista” de planificación estatal, a juzgar por los resultados en el tiempo, quedó claro el rotundo fracaso de su economía.
La iniciativa privada antes satanizada en la isla, ahora tuvo oportunidad de reunirse con “el imperio” en forma de emprendedores. La revolución comprendió su importancia en la economía después de medio siglo.
En la otra acera, el capitalismo como sistema económico regulado por el mecanismo del mercado llegó mostrando su incuestionable éxito sobre el modelo de intervención estatal.
Más eficaz, innovador y generador de riquezas a partir de una producción y un alto consumo indetenibles. No obstante, en ese intercambio de ideas, se dejó claro que la lógica productivista y depredadora del mercado crea con la misma eficiencia zonas de abundancia y de pobreza, bienes de consumo y miseria. No es casual que la mayor parte de la población del mundo viva grandes niveles de pobreza, desigualdad e injusticia.
Así las cosas, parecería que ambos modelos productivos con sus respectivas ideologías de fondo por presentar argumentos a favor y en contra estaban a mano. No ocurrió así. Una sensación pese a todo de supremacía política rodeó siempre al presidente norteamericano. La razón: el talante y los principios democráticos que encarnaba.
La democracia continúa siendo el método de convivencia más civilizado (aunque no perfecto). Permite manejar en paz los conflictos de intereses a través de procedimientos democráticos y plurales. Es el instrumento para que los ciudadanos puedan decidir con libertad y responsabilidad. Por ello exige para sí la tolerancia y la aceptación de valores e ideas distintas.
En democracia se puede corregir los efectos del mercado y otros males de la sociedad, precisamente porque maneja como principio la fraternidad. Sin esta la democracia se extraviaría. De allí que la igualdad sola no supone ni justicia ni solidaridad per se. La fraternidad democrática es por tanto el necesario equilibrio y el puente justo entre la libertad y la justicia.
Solo en democracia puede entenderse cómo un hijo de un emigrante africano llegó a ser presidente de la primera potencia del mundo; mientras que en el socialismo (borbónico, estalinista, autocrático, militarista), es usanza común que un mesías, clan o partido único, se perpetúe en el poder y en este caso, los hermanos Castro, descendientes de un rico terrateniente español, por más de 50 años.
Allí la vergüenza del debate y en ejemplo la fuerza de las ideas.