Y estos artefactos impresos en papel, o en formato digital, insisto, tienen el siniestro objetivo de pulverizar las incertidumbres en todas sus formas, de resolver contradicciones y brindar las más variadas respuestas a casi cualquier cosa que se les atraviese. Un líder coach, por ejemplo, les dirá cómo ser feliz y tener una vida plena y larga con un cáncer terminal acuestas, o cuáles son los siete pasos seguros para alcanzar la felicidad más profunda y sólida. Un político de oposición explicará, sin vacilar, las medidas a tomar para superar esta calamidad tan calamitosa, o un mequetrefe oficialista vociferará por qué ninguna medida tomada (¿?) tiene el efecto “esperado”. Ninguno alberga dudas. De manera que, cuando estos tipos recomiendan la lectura, o hacen y financian campañas para fomentar el hábito de leer, están pensando en esos artefactos que siembran certezas y despejan las mentes de las turbias cavilaciones. Por eso Eduardo Mendoza dijo lo que dijo, que casi sonó a insolencia, frente a un auditorio dedicado a las más estrictas lecturas, y lo que dijo fue que a él lo tenía sin cuidado que la gente no leyera porque, la mayoría de los libros eran (son) una “birria”. Es decir, no sirven para nada. O sí, son de esos artefactos que multiplican y agravan el grado de estupidez humana.
La lectura, la seria, la buena literatura, nos demuestra que la realidad es una simulación donde cada uno de nosotros representa un papel que hemos escogido, creyendo con cierta inocencia que esta escogencia es autónoma, producto del libre albedrío. Cuando la verdad verdadera es que hemos sido inducidos por variados mecanismo, sutiles todos, a tomarla. No obstante, una vez que la literatura nos libera de esta ilusión, también nos pone frente a una amarga encrucijada: fuera de esta simulación no hay nada (véase Matrix y a Baudrillard). Pero sí nos da una compensación nada despreciable: «Lo único que uno puede hacer es seguir representando su papel, aunque tal vez con una nueva conciencia, una conciencia cómica» (Vila-Matas, 2008).
En otras palabras, la literatura contribuye a quitarnos la “cara de pendejo” que suelen vernos los majaderos de esta revolución bolivariana, o la gente de la MUD cuando trata de explicar lo inexplicable. Ratifico: la lectura quita la cara de pendejo y eso ya va siendo bastante. Un acontecimiento. Y uno debería agradecerlo. Así que la literatura nada tiene que ver con soserías como “aumentar el vocabulario”, “amplía tus temas de conversación”, “mejorar la memoria” y un largo listín de necedades que la gente que no lee asegura que ofrece la lectura. Yo diría que contar ovejas, multiplicarlas y dividirlas entre un número X de lobitos tendría los mismos beneficios mentales.
La lectura auténtica solo nos convierte en personas insatisfechas, difíciles de tratar, desconfiadas, y estas cualidades son trasvasadas a nuestra práctica ciudadana. Y por supuesto, a nuestra idea de patria, libertad, democracia, etcétera. Y aquel tipo sumiso formado al calor de las sagradas ideas de Bolívar y de todo el santoral patriota de pillos y asesinos que llamamos próceres y de la correcta cristiandad que dicta el catecismo escolar, acaba por mutar a un ciudadano más parecido a un monstruoso insecto, con joroba y todo, indispuesto para hacer la ola en un alegre mitin en defensa de la patria y de un supuesto legado más bien convertido en botín de lacayos y saqueadores.
Pues sí, hay muchos que pueden pasar sus horas hablando de libros, incluso en radio y en televisión, en diarios o en las redes, promoviendo la lectura y los libros (ciertos libros) y ser, a fin de cuentas, unos perfectos imbéciles, sea la razón que sea (parasitaria casi siempre) que tengan en su conciencia para ver cómo duermen en paz y llevan cada día.
¿O es que usted creía que los estúpidos no leen?
La verdadera lectura no salva, pero ayuda.