Un día de marzo abrí el navegador en mi computadora. La página predeterminada estaba ausente. No había dirección URL y el cursor titilaba al inicio. Sentí –no sé porqué- una brisa fría y recóndita.
Al tope de la página un título escrito en minúscula letra gris, casi imperceptible: “solotexto”, en minúsculas. Abajo el campo de búsqueda, similar al de Google. Debajo un botón sin inscripción alguna. En el centro del extremo inferior, en letras grises, los signos “+”, subrayado, cual hipervínculo y “?”.
Después del URL ausente, me sorprendió el nombre: “solotexto”. No anticipaba su intención o significado. Hice clic en “+” y me llevó a un abecedario. Entré al azar por la letra C… apareció una columna de millares de palabras y frases en hipertexto hacia abajo. A un clic se desplegaba el artículo, y todos los términos estaban activados, por separado, a respectivos clics de un tratamiento exclusivo e intensivo.
En los extremos superior e inferior, sendas barras con extrañas nomenclaturas: (IO3244Ξ??948;, fil2mu32or76…), que saltaban a tablas de contenido infinitas, como pirámides sin fondo vistas desde arriba. Eran jerarquías de descriptores, de temas y subtemas entre los cuales se extendían millardos de artículos. Para tratar de domar ese cuasi-infinito el sistema le asignaba a cada ítem un tipo, por ejemplo, “artículo-plataforma” o “artículo-variación”. Aparentemente había diversos niveles en “artículos-plataforma” 1, 2, 3, -1, -2… que se seguían de millones de “artículos-casos” significativos.
Visité COLA > de ANIMAL > de MARSUPIAL y miré, según un contador automático, 10 a la 75 referencias directas. Algunas que anoté al azar:• Chistes con colas de marsupiales (en todas las variedades que han tomado, caso por caso, desde el primer chiste de marsupial en 25314 aC).
• Supersticiones de la región suroeste ascana con colas de marsupiales (y 7,3 x 10 a la 9 referencias a variantes que tendría la leyenda si hubiesen cambiado los 26 factores claves de la escritura original del Monje To).
• Colas de marsupial como fetiches sexuales en la literatura de los sicoanalistas menos conocidos de Belice (un caso, pero tiene 18.725 páginas sólo en el Prefacio de 1,7 Megabytes de puro texto).
• Menciones no explícitas de colas de marsupiales en tradiciones orales de más de 3.225 años, originadas en Babilonia (18 artículos con 60 millones de páginas A4 cada uno).
• Menciones no explícitas de colas de marsupiales en tradiciones orales de más de 3.225 años y un día, originadas en Babilonia (y una lista transfinita de años hacia atrás y hacia delante).
• Tira cómica de un marsupial que usa su cola para emboscar a sus frustrados depredadores (un caso, 21.344 páginas).
• Todos los posibles cartones donde Bugs Bunny utiliza su cola para burlar a Sam Bigote si en vez de la palabra MARSUPIAL hubiese sido CONEJO.
• Colas de marsupial y la nada (según el contador: más de 175 millones de artículos).
• Fragmentos de libros en los que si tomamos la primera letra de párrafos consecutivos obtenemos el término COLA DE MARSUPIAL.
• Actos fallidos que envuelven colas de marsupial y que han afectado a 187.039 individuos en las últimas 92,7 décadas, vol. 3 (recuento detallado caso por caso y todas las combinaciones significativas de cada década anterior y toda persona afectada).
• Mil millones dos aforismos que NO mencionan “Cola de Marsupial” pero podrían hacerlo en un universo paralelo de apenas 0,0000001% de variación entrópica (y las subsiguientes progresiones hasta 10 a la 100% de variación con aforismos que pudieron haberse escrito en igual número de universos paralelos).
• Todas las palabras dichas por los seres humanos desde el primer año de lenguaje verbal avanzado de forma que se repita MARSUPIAL al menos casi infinito número de veces por ciclo repetición.
Según unos “banners”: todas. Marqué desesperadamente: “Dios”. Un cuadro de diálogo solicitó login y clave que no tenía. Intenté en vano unas diez veces. Volví ansioso al buscador, lo único que me daba sin objeción era lo referido a mí.
Pues “egosurfing” con eso. Terminé en una página que transcribía (supuestamente) mis palabras pronunciadas, desde las últimas hacia las primeras. El contador me mostró una cifra que no recuerdo bien (para entonces ya estaba muy perturbado y agotado, eran las 3:35 de la madrugada). Sé que hablaba de sestillones de páginas.
Sólo logré revisar las primeras: lo dicho por mí, en voz alta, hacía unos minutos y horas y ayer. Hice clic cientos de bloques más atrás y encontré una discusión con T…, una novia de hace diez años. Luego un monólogo indignado. Me dije dos cosas:
«Uno sí habla mal (en el sentido de entrecortar frases e ir hacia atrás y hacia delante y el “esté, esté, amm, ummm”)…»
Y:
«No debo pensar tanto en voz alta. Aquí revelo secretos que ya quisieran leer mis enemigos.»
Los listados no tenían fin. Logré una estupenda sucesión de ideas, que me reveló cosas porque surfeaba fluidamente hacia atrás, hacia las causas, lo veía todo claro, cliqué el descriptor principal… y la conexión se perdió.
solotexto no apareció desde entonces, por más que esperé pacientemente, como un novio frustrado que nunca recibe la señal de su amor imposible. Al final, por frustración me impuse que aquello no había ocurrido. U ocurrió de forma distinta. Pasaron los trabajos y los días, se acumularon meses anodinos. Mi frustración no tuvo igual.
Mas sin aviso, en medio de una presentación de negocios, una mañana volvió solotexto. Nadie se dio cuenta, por cierto. Fue la reunión más incómoda de mi vida pero, al fin, logré disiparla y sentarme, solo por fin, en la grande y vacía habitación helada a auscultar mi móvil.
Navegué. Las mismas hermosas y nutridas tablas de contenido, con sus jerarquías en cascadas transfinitas. Mis intentos por copiar eran inútiles, no se “guardaba como…” o se pegaba, era la imagen plana de listados textuales que cambiaban ante mis ojos. Luego de una compleja combinación, pasé algunos archivos, pero morían o se desintegraban en el disco.
Decidido a no perder tiempo, exploré. Llegué a “mi página”. Había una lista de años (1984, 1995, 2006), hice clic al azar, aterricé en mis dieciséis años, junio 26 y encontré una línea de tiempo segundo por segundo desde las 12:01 pm hasta las 12:00 pm siguiente.
En una tabla: categorías como “Entorno”, “Palabras de otros”, “Palabras propias dichas”, “Palabras propias pensadas”, “descripciones de sensaciones”… Lo “pensado” era una lista de textos, frases sobre todo, con hipervínculos hacia largos archivos de monólogos internos, a veces paralelos a lo dicho o lo escuchado. Luego de ciertas líneas había enlaces a los pensamientos de las personas involucradas, (como correlación entre lo dicho por otros y la modificación de nuestro propio discurso), pero solicitaba nombres de usuario y claves de las que carecía.
Me dije, al leer un poco:
«Mira qué muletillas tenía y qué ingenuidad sobre las intenciones de los demás y a decir verdad la misma torpeza para calcular tiempos. Esto es un tesoro y ¡ey! el grupo Los Trapos y la canción: “Yo estaba caminando por las calles de mi barrio…”»
Antes de esfumarse por segunda vez, aprendí en dos horas más que en los últimos diez años. Todo fragmentado y apurado, previendo la desconexión, que ocurrió finalmente a los 120,3 minutos. Desde entonces no ha habido y creo que no habrá contacto con ese prodigio digital.
A despecho de tal circunstancia, siete años después recibí un correo electrónico muy lacónico:
solotexto (más del marsupial)
Traperos, ed. #32, piso 3, of. 9.
Acudí a la dirección de inmediato (salí al final de la tarde, temí no llegar a tiempo). Traperos es una de las zonas más antiguas de la ciudad, en el centro. Arribé con la oscuridad. El edificio 32 era una vetusta construcción de tres pisos, alto para los estándares de 1887 (como daba testimonio una placa en la entrada). Adentro (que poco se veía) el tiempo parecía detenido, o muy lento.
El tope de una escalera de caracol con barandas originales me llevó a un largo pasillo de piso alfombrado y exigua iluminación, a cuyos lados se presentaban dos oficinas. La número 9, en un extremo, tenía la puerta entreabierta. Al acercarme alguien la haló desde adentro y me recibió un espeso olor a polvo e incienso. Fui conducido por una sombra hasta un despacho con mobiliario decimonónico, bombillas que ya no se usan, grandes pilas de carpetas y folios tapizados de arenisca, máquinas de escribir, calculadoras de manivela, radios de tubos incandescentes…
Al fondo de un corredor de aire palpable y haces de luz que se solidificaban con las partículas, me esperaba un anciano de 108 años (según él mismo afirmó). Me entregó ceremoniosamente una Enciclopedia Universal de marca conocida y me explicó que yo había formado parte de un esporádico experimento, una prueba piloto que involucró a un puñado de personas, sobre las habilidades enciclopédicas de un programa “seudo-pensante”. Como premio, la Enciclopedia Tomassi.
¿Prueba de qué? ¿De quién(es)? El señor sólo me dio metáforas y tangentes (y de paso, por lo decrépito, no se le entendía lo que decía). Trabajosamente me acompañó a la puerta y despidió. Cargué con mis libros y, por el miedo súbito que me ivadió, decidí largarme tan pronto pude. El taxi, al que le había solicitado esperarme, me devolvió a mi refugio.
Esa noche daba vueltas en la cama. “Gracias por participar en una prueba piloto” ¿sobre qué? ¿para qué? Me increpé no haber preguntado esto o aquello. A primera hora de la mañana volví al edificio 32 pero, en su lugar o donde creía haberlo visitado, estaba un moderno (aunque no más agradable) edifico de seis pisos construido en 1977. Di repetidas rondas a la cuadra, probé calles aledañas, pregunté hasta dónde pude y el número 32 de Traperos era, ahora, esa estructura que nada tenía que ver con la oficina de ayer. Recorrí los pisos, de todos modos, en el tercero había un área de depósitos vacíos y la que hubiera podido ser la oficina 9, exhibía una zona en construcción desde hace meses. El resto no guardaba relación aparente con el recinto de polvo y libros antiquísimos de apenas menos de 24 horas atrás.
Para no enloquecer, establecí como probables algunas convicciones sobre la experiencia:
La prueba piloto pudo haber sido realizada por algún ser o entidad sobrehumana. Me ha tentado pensar en Dios o un subalterno: la omnisapiencia en HTML, XML, Java, etc.
Pero:
No tengo evidencia de la infinitud o vastedad de las listas. Pudieron ser trucos: algunas páginas muy detalladas hechas por alguien que conociera partes de mi vida y las poblara con datos inverificables pero aparentemente ciertos. El resto, vínculos que llegan a las mismas páginas simuladas.
Al edificio 32 original me llevó un taxista y no le puse atención al camino, sobre todo por la incesante cháchara del conductor. Quizá me llevó a un lugar preparado y luego clausurado. Era ya de noche, pocos postes estaban activos. (¿Y por qué tanto esfuerzo por mí, si con menos me engañan?)
Debo recordar y sistematizar el fragmento de día que revisé durante esa agitada faena. Horas que, comparadas con el resto de mi vida son casi nada, pero que me marcarán para siempre, como si fuesen un centro vital de mi existencia. Nada en mi propia historia fue tan preciso, tan cercano al hecho, tan vívido a pesar del medio abstracto, tan maravilloso en su redescubrimiento… y estoy seguro de que nada lo será.
Es imposible mirar una página web o una interfaz sin intrigarme por solotexto. Aunque lleva años sin aparecer no venzo la tentación de pensar que regresará. Esta vez por menos tiempo, digamos una hora. Y meses después quince minutos. Y luego cinco, cuatro, tres…
Y cuando dure menos de un segundo, mi vida se esfumará como la pantalla a la que se le va la corriente…
Y así las cosas (con perdón de los ecologistas) la dejo permanentemente encendida.
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ILUSTRACIÓN: Lúdico.