Los venezolanos estamos sumidos en una crisis sin precedentes. Nuestra economía no es que va a colapsar, ¡es que ya colapsó! A la hora de cuantificar el fracaso puede haber algunas diferencias. Por ejemplo, la CEPAL estima que nuestra economía se va a contraer este año en un 8%; por su parte el Fondo Monetario Internacional ubica esa caída del PIB en un 10%. Las dos instituciones se refieren, con poca diferencia, a cifras devastadoras. Y el Banco Mundial añade: “A Venezuela le fue pésimo porque no supo administrar la bonanza”.
La situación anterior se torna aún más grave cuando se le añade una inflación que el FMI estima en 720% para el 2016: “la peor evolución del crecimiento y la inflación en todo el mundo”, acota la institución.
Pero las malas noticias no se detienen allí. El propio Fondo Monetario señala que la situación se deteriorará aún más, proyectando que para el año 2017 nuestra inflación alcanzará un 2.200%. ¡Qué barbaridad!
Coincide con ellos la revista británica The Economist, cuando describe la situación venezolana en los siguientes términos: “Una mala gestión económica colosal”.
The Economist sostiene: “no existe justificativo admisible para que el país, el décimo mayor exportador petrolero a nivel mundial, esté atravesando una crisis semejante, ya que ‘un gran productor de petróleo incapaz de pagar sus cuentas después de un auge prolongado del precio del petróleo es una bestia rara”.
Las economías cuentan con mecanismos que tienden a la restauración del equilibrio a costa de un alto sacrificio para la sociedad que termina siendo la que paga el precio de los errores de sus gobiernos. Claro, con controles de cambio, controles de precios, bancos centrales que financian el déficit fiscal y políticas económicas aberrantes, la situación empeora. Si las sociedades permiten que sus dirigentes persistan en sus disparates, inevitablemente las crisis se profundizan, los desequilibrios se agravan y los habitantes, en particular los más pobres, terminan pagando un precio colosal en términos de sufrimiento.
Eso es lo que comienza a ocurrir en Venezuela. Eso son las inmensas colas de gente humilde que a veces pasan la noche aguardando a la intemperie que abran los automercados con la esperanza de conseguir productos de la cesta básica. Todo esto constituye una clara señal de la gravedad que ha alcanzado el nivel de escasez en el país.
Se habla de problemas de desnutrición en los segmentos pobres de la población. Y desde luego, junto con la falta de alimentos, la escasez de medicinas y la devastadora situación del sector salud, se han alcanzado niveles de crisis humanitaria.
El régimen le ha dado la espalda a la población al rechazar la ayuda internacional y de instituciones como Cáritas. Simultáneamente en un acto de irracionalidad económica, pretende substituir las esenciales cadenas de distribución con un mecanismo de control político y apartheid alimentario mediante la colocación de bolsas a través de Comités Locales de Abastecimiento y Distribución (CLAP). El sistema es inherentemente ineficiente y, sumado a la corrupción que genera, inevitablemente fracasará.
Ni qué hablar de la inseguridad extrema que padecen los venezolanos, la ruina de los servicios públicos, el ventajismo político, la inseguridad jurídica, el agavillamiento de poderes, los saqueos, los linchamientos, etc. En fin, todos los elementos anteriores contribuyen a atestiguar que que no sólo colapsó la economía sino que colapsó el modelo.
Tal como las economías tienen mecanismos que tienden a la restauración de los equilibrios, lo mismo ocurre con las sociedades. Frente al fracaso de un modelo, la sociedad tenderá a desecharlo por las vías a su disposición. En democracia, la vía más expedita y pacífica es la electoral. En nuestro caso en particular la constitución de 1999 prevé -llegada la mitad del período- una consulta al poder originario para que a través de un Referendo Revocatorio sea el pueblo quien decida si el régimen debe o no ser remplazado.
Pero las salidas constitucionales dependen de la vigencia de un principio que los filósofos políticos anglosajones denominaban “fair play” (juego limpio) que no es otra cosa que la obligación moral de acatar la ley de buena fe. Frustrar mediante el abuso del poder la realización de este referendo constituiría una violación al contrato social en los términos en que lo definían Rousseau (un pacto entre los miembros de la sociedad en el que se funda el orden) o Locke (cuando se refería a la necesidad de “una justicia separada del poder ejecutivo”). Desaparecería cualquier vestigio de legitimidad y con ello la obligación moral de obedecer a un gobierno. Se podrían estar sentando las bases para una situación que nadie desea.
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@josetorohardy