No son pocos los artículos de prensa publicados a diario en que se arremete contra los tratados de libre comercio, acusándolos de todos los males que puede haber.
No gozan de muy buena reputación estos acuerdos, si nos atenemos también a las protestas que particularmente en Europa están teniendo lugar por lo del tratado trasatlántico que se está negociando.
Sobre el tema hay mucho simplismo y poca profundidad en el análisis. Por lo general, las afirmaciones condenatorias no se respaldan con datos ciertos. Encontramos generalizaciones absurdas y disparatadas. La retórica anti-comercial está plagada de frases efectistas, medias verdades, mitos y prejuicios. En suma, no todo lo que se dice es cierto.
Este discurso engañoso ha servido de punta de lanza para demagogos de toda laya, que utilitaria e interesadamente echan mano de los problemas sociales reales de los ciudadanos para apuntalar sus propósitos políticos.
Así, el populista ha sido el actor ideal para esgrimir la proclama antiglobalización, aunque no es sólo él quien la asume. Tiende a culpar de los problemas domésticos a los demás, a los extranjeros, sus empresas y productos, quienes serían los causantes directos de las dificultades y crisis de toda naturaleza que se viven.
Obviamente, no todo es una maravilla en la dinámica comercial internacional, hay asimetrías y conductas anticompetitivas. Como en todo, la perfección allí no existe, pero con exageraciones e infundios es muy difícil que comprendamos lo verdad del asunto, y apreciemos lo positivo que es el comercio para los países. Las evidencias reales cuantitativas y cualitativas prueban que el crecimiento y el desarrollo de los países, más allá de la monserga barata que reina en ciertos círculos sociales y políticos, son alcanzables con mayor facilidad a través de la apertura comercial.
No es cierto, por tanto, que el intercambio comercial exterior de un país de manera ineluctable ponga en riesgo los empleos, y por tanto, se deba establecer políticas proteccionistas para impedirlo.
Sobran los estudios serios que afirman que las economías abiertas crecen más rápido que las cerradas. El Banco Mundial, por ejemplo, ha afirmado que los países en vías de desarrollo que se abrieron al mundo en los años 90 del siglo pasado crecieron tres veces más rápido que los que mantuvieron políticas proteccionistas frente a la competencia internacional.
Y con esto no se quiere decir que el comercio exterior no impacte los mercados de trabajo domésticos, produciendo cambios en el corto plazo; de allí la importancia de que los gobiernos adopten políticas para posibilitar tales ajustes, estableciendo compensaciones sociales, que permitan la adecuación progresiva de los países al intercambio mercantil.
En esta actividad todos pueden ganar, unos más que otros, obviamente. Pero no es un juego suma cero, como algunos lo presentan en sus discursos políticos. Y los efectos hay que analizarlos en el mediano y largo plazo. Es probable que de arrancada no todo sea miel en hojuelas, pero con el tiempo los resultados serán positivos y permanentes.
Las políticas de apertura del comercio exterior tienen que ser complementadas con otras. Por ejemplo, las relativas al desarrollo institucional, la educación y a la atracción de las inversiones extranjeras. Leyes competitivas, desarrollo del recurso humano, seguridad jurídica y generación de confianza en la administración pública, son elementos centrales que apuntalan las políticas de apertura comercial.
El populista soslaya esos temas de fondo atribuyendo los problemas a los vínculos con el extranjero. Igual ocurre en países desarrollados como en los demás.
Se aprovecha de los sentimientos nacionalistas de pertenencia o identitarios de los ciudadanos para satanizar al fuereño, considerándolo el que amenaza el sistema de vida, los empleos, las empresas, en fin, la economía interna.
Lamentablemente, se ha desatado una paranoia en este campo que puede causar graves problemas a las sociedades actuales y comprometer la paz futura. Europa está experimentando esos embates, colocando en un disparadero al proceso de integración que tantos beneficios sociales ha traído a los países pertenecientes a la Unión.
En EEUU, el mismo fenómeno funesto. Vemos a políticos de los dos grandes partidos haciéndose eco de planteamientos que contradicen lo que ha sido uno de los principios económicos que hizo grande a ese país desde los inicios de su existencia.
El premio Nobel (2013), Robert Shiller, recientemente asomó la idea de que la próxima revolución en el mundo será contra las diferencias nacionales y surgirá de las interacciones diarias con extranjeros a través de Internet. Y agrega: “es probable que los pasos más importantes para resolver la injusticia derivada del lugar de nacimiento no tengan que ver con la inmigración, sino con fomentar la libertad económica (…) Esto debería ser motivo suficiente para la firma de tratados comerciales mejorados, con la posible creación de mecanismos de seguridad social de mucho mayor alcance que los actuales para proteger a los habitantes de cada país durante la transición a una economía global más justa”.
Ojalá los líderes del mundo puedan impedir la deriva peligrosa que promueven algunos populistas, y que apunta a cerrar a sus países ante los demás. Hay sobradas razones políticas, económicas y morales para actuar contra esa perniciosa visión.
Emilio Nouel V.