Insinuar que en Estados Unidos o en los países latinoamericanos o europeos se viene gestando una “crisis de representación política” parece ser que ya no es ninguna novedad.
Sostener que esa crisis de representación no es consecuencia de un suceso aislado sino de una tendencia que va en aumento en los países de Occidente y, en especial, en esta parte del Continente, parece ser que tampoco es nada insólito. Por el contrario, muchos sostienen ya que estos hechos formarían parte de una trayectoria o de un itinerario natural de la política en nuestros países.
De ahí que no debería sorprendernos que el multimillonario Donald Trump haya vencido en un proceso electoral en Estados Unidos arrastrando un descontento de la población media contra la clase política de ese país y que, además, habría aprovechado la brecha que se viene gestando entre gobernantes y gobernados apelando a un discurso que vino a exacerbar los sentimientos ciudadanos sobre una “inutilidad” de la política norteamericana
Aunque resulta paradójico que Trump llegue a la presidencia de su país sin haber ejercido cargo público alguno, sin tener –en verdad- representación partidaria y, además, sin haber tenido compromiso de alguna lucha social reconocida, su triunfo se debería a que se habría encarnado como una especie de antihéroe de la “política” de su país, cuyo éxito en el proceso electoral se habría sustentado en su formidable conocimiento para convertir en un espectáculo televisivo su forma de hacer campaña proselitista, de debatir con sus contendores y, lo más probable, la aborrecible manera de hacer -algo así- como un “tele-gobierno”.
Esa habilidad telegénica de hacer política no es nueva. Ya el extinto expresidente venezolano Hugo Chávez tenía esa misma vocación, cimentando su liderazgo con los recursos mediáticos y, en especial, haciendo de ellos un espectáculo. Algo parecido sucedía con la fashion expresidenta argentina, Cristina de Kirchner o lo que ya ocurre con el deslenguado presidente filipino, Rodrigo Duterte.
Estos políticos adquirieron una cualidad distinta de obrar en las campañas, haciendo otro tipo de gestión apoyándose en la exagerada individualización y en la desmedida exposición mediática de la persona, donde especialmente la televisión hizo prevalecer lo visual sobre lo auditivo y el discurso fue superado por la imagen y por los simples gestos.
Pareciera que el, ahora, presidente electo norteamericano Donald Trump se ha convertido en una especie de caudillo mediático, presentándose a sí mismo como el oráculo de soluciones milagrosas y fáciles. Claro está que el espectáculo mediático ha sido la ganadora en las elecciones presidenciales en Estados Unidos y parece que el “tele-gobierno” será su consecuencia, pese a que las experiencias más recientes, como la de Venezuela, sean insolentes ejemplos de cómo concluyen esa clase de regímenes.