La noticia recorrió el mundo y fue reseñada en todas las agencias de noticias: Efraín Antonio Campo Flores y Franqui Francisco Flores de Freitas fueron hallados culpables de haber conspirado para introducir y distribuir droga en los Estados Unidos. Puede que tales nombres a simple vista no adviertan la magnitud de la noticia que se puede resumir de otra manera más práctica: los sobrinos de la pareja presidencial de Venezuela son narcotraficantes.
El veredicto del jurado además de unánime no puede en modo alguno desvirtuarse con los baratos recursos ideológicos de conspiración imperialista o de secuestro, como alguna vez Nicolás Maduro dijo. Es independiente. Ha tenido suficientes “elementos de convicción” para decidir la culpabilidad del dúo Flores. Y no deja en tela de juicio la eficiencia del sistema judicial ni de las autoridades antinarcóticos de los Estados Unidos.
Esta decisión viene a corroborar las serias y muy graves investigaciones que la DEA viene adelantando desde hace unos años, sobre todo a partir de la incautación de los computadores de alias Raúl Reyes y de testimonios como el del narcotraficante Walid Makled. La conclusión es inaudita. Venezuela ha mutado en narco-estado.
Pero las acusaciones van y vienen, recayendo en los más altos funcionarios del régimen chavista. Hugo Carvajal, Néstor Reverol, quien fue investido como Ministro a modo de protección, Tareck El Aissami, gobernador de Aragua y muchísimos nombres más de civiles y militares están en los expedientes de las agencias antidrogas. No podría faltar Diosdado Cabello, líder del llamado Cartel de los Soles y hombre más radical de la agonizante revolución. El narcotráfico ha hecho metástasis no sólo en el ala civil del fallido Estado venezolano sino que también se hace presente en casi todas las Fuerzas Armadas, generando con ello un sistema de complicidades y corruptelas muy fuerte donde, además de imponerse la ley del más fuerte, se fragua diariamente el método o la vil artimaña para sostenerse en el poder que de forma ilegítima detentan.
Es escandaloso. Es vergonzante. No hay palabras para definir el significado de lo que sucede y de la gravísima degeneración que ha permitido que en Venezuela se concretara un narco-estado. Pero más doloroso es la forma como desde el régimen se pretende soslayar esta realidad, tratando de verle la cara a una sociedad que muere por la falta de comida y de medicinas. No bastó el saqueo del erario público. No bastó la destrucción total del país. En realidad, a esta indeseable gente nunca le basta lo que han hecho ya y actúan con más saña, con más cinismo.
La situación de anomia que se cierne sobre la nación, además de la desarticulación y desorientación política de la dirigencia opositora nos hacen creer que esta gravísima noticia podría pasar, como tantas otras cosas, por debajo de la mesa. Quizá para respetar el muy obsceno clima de respeto que se acordó en el Hotel Meliá Caracas o simplemente porque ello no es prioridad en este momento y/o porque tarde o temprano la justicia internacional se encargará de los responsables del delito.
La verdad que todos saben es muy sencilla. Venezuela necesita reencontrarse urgentemente en un verdadero movimiento que sepulte las ambiciones y los cretinos ambages de minoritarios sectores que sacrifican, ora semánticamente, ora a modo de capitulación o rendición incondicional, el destino de la nación y de millones de personas. No se puede invocar la unidad nacional en las bocanadas de oxígeno que con o sin intención le están dando a un régimen forajido. Eso es inaceptable.
El respeto que debe generarse debe venir primero de quien no lo tiene. El país ha sido exageradamente respetuoso con quienes sin pudor alguno manosearon y violaron nuestro porvenir. El respeto debe venir sobre la base de la salida inmediata e incondicional de los autores de este crimen tan horrendo que es el haber convertido a Venezuela en un narco-estado.
Robert Gilles Redondo