El fundador de la primera dictadura totalitaria del hemisferio occidental ha dejado de existir. ¿Qué futuro aguarda al régimen que instauró hace más de medio siglo y cuya transformación bloqueó hasta su último aliento?
Por Juan Antonio Blanco en Diario de Cuba
Prefiero ahora ejercer mi oficio de analista político y dejar para otro día el de mi profesión de historiador. Hay demasiadas crónicas biográficas del difunto en los periódicos de esta mañana.
Intentaré dar respuesta a la interrogante que da título a esta columna limitándome a formular tres, muy breves, observaciones.
La primera es que el cambio del régimen de gobernabilidad cubano es inevitable, como la muerte de todo —Fidel Castro incluido— también lo es.
El sistema que hoy impera en la Isla lleva todavía el ADN totalitario soviético. Nació y pudo sobrevivir en un ecosistema geopolítico y civilizatorio diferente. Pero desde la caída de la URSS el país viene empobreciéndose al insistir los Castro en bloquear el acceso ciudadano a las herramientas digitales propias de las economías del conocimiento en la nueva era de la información. Cuba ha quedado, como sus automóviles, anclada en el siglo XX. Fidel Castro heredó una de las economías más prósperas del hemisferio y la transformo en una de las más atrasadas e improductivas. Ese ha sido —además de las violaciones de derechos humanos— un imperdonable crimen contra la nación.
La sociedad cubana está inexorablemente obligada a transitar hacia una economía de mercado con sistema político autoritario o hacia un sociedad abierta, moderna y democrática con economía de mercado. Lo que no va a suceder —aunque Fidel Castro así lo deseaba— es que prevalezca como hasta ahora el status quo totalitario maquillado con reformas insuficientes. Raúl Castro lo sabe. Él prefiere la primera opción pero no ha tenido hasta ahora el coraje de impulsarla. ¿Habrá que esperar también su muerte?
Mi segunda observación es que los mecanismos sociales e ideológicos de cooptación del régimen están en crisis. Los de arriba no pueden ofrecer ya empleo, educación y salud aceptables a los de abajo para comprar su sumisión. Por otra parte, aquello del “marxismo” y la “revolución” suena a historia antigua. Para colmo, el enemigo externo —ese socorrido aliado de toda dictadura— falleció con la exitosa visita de Obama a Cuba. A menos que Trump maneje de forma torpe la relación bilateral —y ello no significa que tenga que renunciar a poner fin a la política de concesiones unilaterales de su predecesor— será difícil revivirlo. El régimen de gobernabilidad totalitario solo dispone ahora del recurso de la represión si sus líderes intentan preservarlo. Pero como se sabe, con las bayonetas puede hacerse muchas cosas menos sentarse sobre ellas.
Por último, pero no menos importante: la respuesta a la socorrida pregunta acerca de cuál de los actuales líderes sustituirá dentro de poco a los Castro tiene un valor relativo. Supone creer que “todo está atado y bien atado” como gustaba decir a Francisco Franco. Lo cierto es que no lo está. Y eso también lo sabe Raúl Castro. Yo prefiero apostar al ciudadano desconocido que de pronto irrumpe inopinadamente en la Historia y altera su curso predecible.
En un año en que los Chicago Cubs ganaron después de más de un siglo la Serie Mundial de Béisbol, el Reino Unido decidió salir de la Unión Europea, un multimillonario populista venció a las dinastías políticas de los dos partidos principales de EEUU y Fidel Castro ha muerto finalmente, no creo que sea una perspectiva desmedida de mi parte aspirar —después de más de medio siglo— al final, próximo y genuino, de la dictadura cubana.
Juan Antonio Blanco es el director ejecutivo de la Fundación para los Derechos Humanos en Cuba. Reside en Miami, EEUU